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El crimen le toma el pelo a la clase política
22 de enero de 2011
El crimen le lleva una ventaja de varios cuerpos a la cada vez más confundida clase política argentina, ya que mientras se discute si mantener el garantismo o aplicar mano dura, sigue asesinando a cualquiera que se cruce en su camino.
"Tirale, tirale", arengaba el criminal que había tomado el control de la camioneta robada a la familia Quispe, en el crimen de Luján: el balazo de su cómplice acabó con la vida de José Luis, de 13 años, y destruyó a otra familia que pronto será olvidada
cuando ocurra algún caso similar.
En el asalto al Banco Galicia, donde una banda se llevó 3,3 millones de pesos, pudo observarse una escena patética.
A 100 metros del Obelisco, alrededor de las 16:30 una banda de al menos nueve hombres ingresó a robar mientras ninguna fuerza de seguridad se percataba en los alrededores, supuestamente por un confuso "operativo distracción" de los asaltantes, y el policía
que estaba de custodia ni siquiera atinaba a desenfundar el arma o dar la voz de alarma, a pesar de que se observa en un video que hubiese tenido tiempo de hacerlo.
Delincuentes seguros y policías dubitativos, el mundo del revés en una Argentina atravesada por la violencia.
En este escenario donde casi todo parece ser posible, la ministra de Seguridad, Nilda Garré, intentó llevar "tranquilidad" a la población y aseguró que los jueces tienen "herramientas excepcionales, en caso de que existiera peligrosidad, de privar a un menor de la libertad".
Por supuesto -abundó- debe hacerlo "en establecimientos adecuados, no en cárceles comunes".
Si las cárceles ya son inadecuadas en la Argentina, ni que hablar de los institutos de "rehabilitación" para adolescentes que delinquen, que constituyen en su mayoría vías rápidas para el regreso de los incipientes delincuentes a las calles.
"Si garantismo es respetar a rajatabla los derechos y garantías de la Constitución Nacional, deberíamos ser todos garantistas y lo grave sería no serlo", insistió la ministra.
¿En qué lugar de la Constitución se asegura que un homicida debe volver a las calles con la velocidad de un rayo?, se preguntan los familiares de las víctimas asesinadas por delincuentes -mayores de edad o menores- que todavía deberían estar presos.
¿Cuál es el grado de "rehabilitación" que puede alcanzarse sobre quien mata a sangre fría, ultraja, tortura o priva de la libertad?
La cuestión de fondo parece estar más vinculada a una pérdida gradual del respeto a la autoridad y a un descenso del umbral moral por parte de ciertos integrantes de la sociedad argentina, a partir de malos ejemplos emanados desde lo más alto del poder, que tienen su caldo de cultivo en elevadas dosis de irresponsabilidad y nula intención de hacerse cargo de errores y responsabilidades demostrada históricamente por grupos políticos, económicos y sociales.
Padres con dificultades para asumir la educación de sus hijos o darles un ejemplo, dirigentes políticos que piensan más en su propio enriquecimiento que en brindar un servicio a la República, corrupción y empresarios que hacen un culto de la evasión, sumado a un pasado de violencia sin freno, que incluyó seis golpes de Estado en el siglo pasado, pueden dar algunas pistas sobre las causas de este presente.
En el siglo pasado, décadas de represión indiscriminada hacia los movimientos populares hicieron trastabillar también muchos valores centrales que hacen a una sociedad.
En marzo de 1976, homicidas integrantes de las Fuerzas Armadas encararon el más feroz exterminio del siglo XX en la Argentina, cuando derrocando a un gobierno constitucional abusaron de la maquinaria estatal para cometer aberrantes violaciones a los derechos humanos que avergonzarán por siempre al país.
Pero las malformaciones del pasado argentino no deberían confundir a algunos funcionarios en el presente.
Entre quienes reclaman seguridad hay votantes de derecha y de izquierda, ricos y pobres, antikirchneristas y kirchneristas convencidos, y otros a los que la política no les mueve un pelo pero son ciudadanos con los mismos derechos que los "militantes 24 horas".
Todos tienen hijos, padres, hermanos y nietos en quienes pensar a la hora de darse cuenta de que por este camino de confusión sobre la autoridad y la ley, el futuro aparece comprometido.
Algo está fallando en el sistema judicial si quien comete un delito, y mucho menos si quien mata, viola o secuestra, puede ser devuelto rápidamente a las calles por algún artilugio penal o porque es menor de 16 años.
El gobierno ni quiere hablar del tema de bajar la edad de imputabilidad, y el ministro de Justicia, Julio Alak, volvió a quedar al borde del despido por haber sido honesto al aceptar que hace falta una "ley penal juvenil".
De inmediato, el ala ultra del gabinete salió a cruzarlo y aclaró que así como estamos, vamos bárbaro, ya que los jueces supuestamente tienen las herramientas adecuadas para combatir la delincuencia juvenil en ascenso, a pesar de que magistrados y fiscales sostienen exactamente lo contrario.
Incluso, la ministra Garré admitió que los hechos de inseguridad "aumentaron", pero enseguida aclaró que "vienen de larga data", como si el kirchnerismo gobernara la Argentina hace un año y no desde hace casi ocho.
A esta altura, la realidad -en definitiva la única verdad- refleja que algo falla en el "modelo productivo con inclusión social" que intenta terminar de tallar como puede esta administración.
La Argentina tuvo en los últimos años un creciente presupuesto educativo -el más alto de la historia, según el gobierno- pero eso no evitó el aumento sostenido de los crímenes violentos.
El gobierno hizo una aplicación creciente de planes sociales y uno de los más ponderados fue la Asignación Universal por Hijo, pero no parece haber demasiada relación entre ese mecanismo de "inclusión" y la posibilidad de bajar la tasa de criminalidad.
Diversos dirigentes políticos, incluidos los del oficialismo, creen con fervor militante que hay relación directa entre aumento de la pobreza y auge del crimen.
Pero el tema central parece ser mucho más profundo e incluir otras aristas inquietantes: por ejemplo, el dilema moral poco analizado que emana de la capacidad, voluntad o interés en discernir entre el bien y el mal.
Ser pobre no condena a nadie a la delincuencia, como lo prueban millones de casos en la Argentina, algunos de alta resonancia, mientras que tener un buen pasar económico no brinda garantías de honestidad, como lo refleja el hecho de mayor repercusión conocido en estos días: el caso Juliá.
Poco se sabe, en cambio, sobre qué está haciendo el gobierno para frenar la penetración cada vez más aguda del narcotráfico en vastas zonas marginales del conurbano bonaerense y la Ciudad de Buenos Aires, entre otros centros poblados de la Argentina.
Los jóvenes son el sector de captación más rápida para el crimen organizado combinado con la droga, y basta recorrer villas, asentamientos o aún lugares acomodados del país para verificarlo o padecerlo, pero sigue siendo tema tabú para la Casa Rosada.
El gobierno, mal informado y hasta con dosis de ingenuidad, siempre batió el parche de que la Argentina era un "país de paso" para el narcotráfico, pero ahora le explotó en las narices el envío de casi una tonelada de droga a España en un avión que había pasado antes por dos aeropuertos argentinos.
La sospecha cada vez más firme de la Justicia de que esa droga se cargó en Morón, antes de que el Challenger 604 de los hermanos Juliá recalara en Ezeiza y partiera con destino a España, abre un abanico de posibilidades escandalosas, que pueden involucrar a la Fuerza Aérea y salpicar a algún poder político con injerencia en ese aeródromo del oeste bonaerense.