Joaquín Piña será recordado por su compromiso con el pueblo. Un compromiso pastoral y político. Una vida austera, dedicada a predicar el Evangelio entre los pobres sin haber temido jamás enfrentar a los poderosos. Lo supo de joven, cuando llegó de España a Paraguay y trabajó junto a las comunidades aborígenes. Lo supo de adulto, cuando fue perseguido por el regimen de Stroessner. Y lo supo ya como hombre maduro, cuando desde Misiones criticó las inequidades crecientes durante el gobierno de Carlos Menem y el avance de Néstor Kirchner para introducir a nivel nacional las reelecciones indefinidas.

Piña fue un obispo claro, directo y frontal. Nunca le gustaron las requisitorias periodísticas. No creía que lo que tuviera para decir fuera demasiado importante que mereciera la atención pública. Y sin embargo, sus declaraciones y acciones públicas de los últimos años fueron toda una novedad para la vida política de la Nación.

Su decisión de confrontar al entonces gobernador kirchnerista de Misiones Carlos Rovira de modo de impedir la modificación de la Carta Orgánica de la provincia y así evitar la reelección indefinida fue vista por el resto de la Argentina como una audacia inicialmente y como una gesta tiempo después.

El propio cardenal Jorge Bergoglio acompañó el gesto de Piña y recibió a su hermano jesuita con afecto público tras el éxito alcanzado en las urnas.

Pero Piña reiteró en varias ocasiones que su participación política era limitada. Su intervención fue precisa y circunscripta a un momento determinado pese a la catarata de opciones partidarias que buscaron cobijarlo después.

El pueblo de Puerto Iguazú llora a su hermano obispo. Y gran parte de la Argentina también. Son los que reconocen en él un aporte invalorable en la historia democrática reciente del país.