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"La vida de los otros": síndrome de Berlín Oriental
18 de abril de 2007
A esta altura, casi cualquiera sabe qué es el síndrome de Estocolmo. Pero, por las dudas, aclaremos que se trata de la inesperada empatía que un rehén siente por sus secuestradores, por las causas de sus secuestradores y hasta por el modus operandi de sus secuestradores. Pero “La vida de los otros”, el filme del alemán Florian Henckel von Donnersmarck que ganó este año el Oscar al Mejor Filme en Lengua Extranjera, plantea un síndrome de signo inverso.
Este filme aborda lo que, arbitrariamente, podríamos denominar el síndrome de Berlín Oriental. Es decir: qué sucede cuando es el victimario el que empieza a identificarse con sus víctimas. La pregunta que se le presenta al victimario es, entonces, hasta dónde se puede llegar en la persecución, el hostigamiento, la condena y la ejecución de alguien que, de pronto, se nos vuelve humano, comprensible, hasta admirable.
“La vida de los otros” nos sitúa en el Berlín Oriental de 1984, cuando la República Democrática de Alemania todavía era una nación del bloque socialista, los destinos del país eran regidos por la burocracia del partido único y la persecución ideológica era materia cotidiana de práctica política.
En ese contexto, el agente Hauptmann Wiesler, un eminente y obsesivo espía de la temida policía secreta conocida como Stasi, recibe la orden de investigar y espiar en su intimidad al dramaturgo Georg Dreyman y a su esposa Christa-Maria Sieland, sospechados de desestabilizar el régimen del socialismo real alemán.
El agente secreto se cuela en el departamento de los artistas, coloca micrófonos ocultos, instala cámaras y arma su pequeña parafernalia de espionaje. Ya está agazapado, preparado para detectar todos los indicios posibles que indiquen que el escritor y la actriz son un peligro para la salud de la república.
Pero es tal el celo que el agente pone al servicio del espionaje, que sus descubrimientos terminarán modificando la misión. Porque los diálogos del matrimonio, sus encuentros con amigos, el temor que sienten frente a la opresiva política cultural del Estado y los terribles abusos que sufren de parte de los funcionarios, colocarán al espía ante una encrucijada: servir al país para el que trabaja y denunciar a los artistas, o comprender su situación, adherir a sus angustias e intervenir en su favor.
El planteo de “La vida de los otros” es, desde ya, cautivante. Pero si a esto le sumamos las enormes actuaciones de Martina Gedeck (quien interpreta a la actriz Sieland), Sebastian Koch (que encarna al escritor) y, sobre todo, de Ulrich Muhe (el impertérrito y, a la vez, conflictuado espía), la película deja de ser simplemente interesante para transformarse en toda una experiencia cinematográfica.
No en vano, la Academia de Hollywood (que suele tener mejor ojo para los filmes extranjeros que para los propios) eligió distinguirla con el Oscar en su última edición. Por supuesto que la industria norteamericana habrá estado feliz de premiar una obra que critica al ya extinto socialismo real del este europeo. Pero “La vida de los otros” no habla sólo de un sistema político que entre sus peores caras exhibía la de la intolerancia ideológica, sino de conflictos profundamente humanos como el miedo, la desesperación y la lealtad.
Tal vez por eso haya ganado otra treintena de premios internacionales. Quien sólo sepa ver en este filme una diatriba contra los abusos de poder que se cometían detrás de la Cortina de Hierro se estará perdiendo lo más importante. Es como ver Hamlet y pensar que se trata simplemente de una crítica al sistema monárquico danés.