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"El buen pastor": nuestro hombre en la CIA
7 de marzo de 2007
El mundo del espionaje llevado al cine puede ser glamoroso, como en los filmes de James Bond; divertidamente absurdo, como nos ha enseñado Mel Brooks en “El superagente 86”, y hasta algo rutinario, como en “El sastre de Panamá”. Pero hasta hoy nadie en Hollywood se había animado a mostrar el universo de los servicios de inteligencia de un modo tan veraz como lo hace Robert De Niro en “El buen pastor”.
El filme, en el que el propio De Niro toma a su cargo un papel de reparto, nos enseña que el espía es, sencillamente, un empleado público que entra poco en acción, miente casi siempre y posterga su vida privada al servicio de los designios del Estado.
De Niro tiene buen ojo. No estaba nada mal su anterior filme “A Bronx Tale” (horrendamente traducido en la Argentina como “Una luz en el infierno”). Y para asegurarse de subir la apuesta en este nuevo trabajo, se rodeó de actores probados. El protagónico queda en manos de Matt Damon. A su alrededor, florecen los talentos: Angelina Jolie, Alec Baldwin, Billy Crudup, William Hurt, Michael Gambon, Tammy Blanchard y más.
“Los italianos tienen la Iglesia, los judíos tienen su tradición, hasta los negros tienen su música. ¿Pero qué tienen ustedes (los hombres blancos norteamericanos)?”, le pregunta un fugaz Joe Pesci al personaje encarnado por Damon. Y éste le responde: “Tenemos a Estados Unidos. Es nuestro, el resto está de visita”.
Y es que ésa es el primer axioma que queda al descubierto en “El buen pastor”. Durante la segunda guerra mundial, un grupo de hombres blancos, ricos y poderosos que se creían dueños del país y se reunían secretamente en una sociedad llamada “Calaveras y huesos” deciden que los Estados Unidos requieren de un organismo de inteligencia, para “prevenir” lo que acaecerá en el planeta una vez terminada la gran conflagración.
Está naciendo la CIA. Y el joven Edward Bell Wilson, un brillante estudiante universitario de letras, es reclutado de entre las filas de la elite académica para viajar a Berlín y cumplir la doble misión de todo espía: recabar información sobre los demás y sembrar la desinformación sobre lo que ocurre en el propio bando.
Las intervenciones del flamante órgano de inteligencia norteamericano sobre el mundo comenzarán a desplegarse: la posguerra alemana, el respaldo a los golpes de Estado en Latinoamérica, la fallida invasión a Bahía de Cochinos y, como es de esperar, la confusa relación con los “topos” rusos, un clásico de la historia de la Guerra Fría.
Paralelamente, a medida que se involucra activamente en los planes que los Estados Unidos tienen para el mundo, la vida personal del agente Wilson se irá desmoronando de a poco. Deberá abandonar la relación que mantiene con su novia muda, dejará embarazada a otra mujer, abandonará su pasión por la literatura y tendrá un hijo con el que prácticamente no habla.
De este modo, la relación entre la desinformación al más alto nivel de las relaciones internacionales se irá imbricando durante las tres horas de película con la propia incomunicación que aísla a Wilson de sus deseos. Todo al servicio de la nación.
“Conocereis la verdad. Y la verdad os hará libre”, reza en forma bíblica el muro de ingreso a la sede de la CIA. Por supuesto, la mención de esta frase es una subrayada ironía en las manos de De Niro. La verdad y la liberación son los dos valores que sacrifica con mayor desencanto el agente Wilson en el altar de la Agencia Central de Inteligencia.