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Un obispo presidente o el fracaso de la clase política
25 de abril de 2008
Algún día iba a suceder. La incursión de clérigos en la política indefectiblemente tenía el destino que hoy muestra Paraguay. La llegada de monseñor Fernando Lugo a la presidencia de ese país pone en evidencia el fracaso de la clase política y enciende una luz de alarma para la región.
Argentina tuvo su prueba de ensayo en Misiones con el jesuita Joaquín Piña y, aunque su rol se restringió a impedir que el entonces gobernador Carlos Rovira impusiera un cambio en la Constitución provincial para alcanzar su reelección, quedó en claro que ante tanto desgasto de la dirigencia la Iglesia podía convertirse en un semillero de nuevos líderes políticos.
No es casualidad que Lugo y Piña mantengan puntos de conexión. Ambos prelados supieron poner un oído en el corazón del reclamo popular y, en mayor o menor medida, respondieron desde la arena electoral ese pedido.
El caso del presidente electo del Paraguay permite, además, por primera vez en décadas introducir nuevos elementos en un país signado por la pobreza, la corrupción, el contrabando y el descontento social.
Lugo tiene una doble responsabilidad. Por un lado la de responder al reclamo de la gente que lo votó y convertir al Paraguay en un país sensiblemente mejor. Pero, por el otro lado, la de demostrar si sus valores encarnados en la carrera eclesiástica y su trabajo pastoral junto a los pobres pueden provocar los cambios políticos sustanciales que se requieren. En definitiva, si lo que no pudieron hacer los políticos tradicionales lo podrá un obispo católico.
En tal sentido, la manera que tenga monseñor Lugo de encarar la difícil tarea de administrar los recursos de un Estado servirá de espejo para la región. Se tratará de una prueba de fuego que abrirá o no las posibilidades de que otros clérigos surjan espontáneamente con la intención de emularlo o bien impulsados por la feligresía-pueblo hastiada de la clase dirigente.
La incursión de la Iglesia en política no es nueva. Durante siglos una estuvo ligada a la otra y esa unión resolvió los destinos de miles de personas. Con la modernidad la alianza se resquebrajó hasta que Iglesia y Estado adoptaron carriles diferentes, aunque siempre conectados.
La participación de los consagrados en la vida política activa no es impulsada por la Santa Sede. Más bien, desde el trono de Pedro, el Papa se ocupa de recordar –tal como lo señala el Concilio Vaticano II- que ése es justamente el lugar privilegiado de acción para los laicos.
Pero la realidad práctica está minada de excepciones y Paraguay no es una excepción. Más allá de la salida canónica que finalmente el Papa decida sobre Fernando Lugo lo concreto es que la inédita asunción de un obispo en la presidencia de un país obliga a varias lecturas y más aún cuando esto ocurre en una región que, pese a las conquistas democráticas, no logra encauzarse institucionalmente.