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Por Manuel Solanet
Del estado de negación, al de acusación
La negación de los problemas por parte del Gobierno comienza a no ser suficiente cuando estos emergen a la vista del público. Con la crisis energética y la inflación en la cabeza, el oficialismo pasó del estado de negación, al de acusación
1 de agosto de 2007
La negación de los problemas por parte del gobierno comienza a no ser suficiente cuando estos emergen a la vista del público. Aunque no se corte el suministro residencial, ya no se puede negar la crisis energética. Pocas familias no tienen a algún miembro que trabaje en una empresa sometida ahora a órdenes de reducción o de corte total de energía, sea una fábrica, un banco o un edificio de oficinas. Casi nadie ha dejado de ver los taxistas enojados frente a la televisión o la pérdida de presión del gas en la cocina. No hace falta mirar estadísticas, ni conocer el nivel diario de los embalses, ni ser un experto en energía. Miles de trabajadores saben además que en julio su fábrica produjo mucho menos debido a los cortes.
Lo mismo ocurre con la inflación. Los ciudadanos más alejados de la información, que suelen ser los de menores recursos, son los que tienen una mejor percepción de la suba de precios. Aquellos que saben lo duro que es llegar a fin de mes son los más sensibles a cualquier aumento en el almacén. No les hace falta saber de metodologías de medición ni de ponderadores en el Indec.
En los últimos meses el estado de negación caracterizó al gobierno nacional y a sus voceros. Seguramente suponían que negando los problemas se podía navegar hasta octubre próximo sin apreciable daño electoral. Sin embargo julio les ha hecho la vida más difícil. Entonces hay que pasar al otro estado: el de acusación.
La semana pasada los mercados internacionales se pusieron nerviosos ante datos negativos del sector inmobiliario en los Estados Unidos. Pero los efectos en la Argentina fueron notablemente más negativos que en otras economías emergentes. Cayeron las acciones, pero lo hicieron más marcadamente los títulos públicos que ya venían perdiendo paridad desde hace cuatro meses. Hubo ventas masivas de estos papeles para comprar dólares y buscar más seguridad en otras latitudes o en el colchón. El mercado de cambios alteró su tendencia. La cotización de la divisa aumentó y obligó al Banco Central y a la banca oficial a vender reservas para evitar riesgos de espiralización. La magnitud de las reservas hace hoy posible cualquier intervención imaginable. Pero quedó en evidencia una reducción de la calificación de la Argentina que ya venía anticipándose en informes internacionales. El jueves pasado, desde su atril cotidiano, el Presidente pasó del estado de negación al de acusación. Culpó de la baja de los títulos públicos a varios bancos y fondos extranjeros. Además los acusó de inventar que el Indec no hace mediciones correctas porque se beneficiarían con más inflación. Los nombró uno a uno para así lograr el efecto de verosimilitud de la acusación, el desvío de las culpas y el claro rol de defensor de un pueblo supuestamente perjudicado frente a enemigos financieros externos de insaciable sed de lucro.
Desde el atril del Presidente, de aquí a octubre seguramente pasarán acusaciones a empresas que ganan demasiado pero sabotean la producción, a bancos usureros, a periodistas que mienten, a economistas vendidos, a comerciantes agiotistas y a otros culpables de diverso tipo. Mientras tanto no se atacará la inflación en sus causas, se deteriorará la situación fiscal, y solo se logrará afectar más la inversión y la confianza. Pero los culpables serán los otros. Puede que así la fórmula oficial conserve suficiente caudal electoral hasta octubre. Pero ¿y después?
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