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21 de noviembre de 2024
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Por Iván Damianovich
Un intenso pontificado de apenas dos años
Desde el inicio de su pontificado sacudió la estructura que más daño le infringió a la propia institución: la curia vaticana. En el Papa, la palabra no ha significado una retórica vacía. Hizo mucho en sólo dos años
13 de marzo de 2015
Dos años después de que los argentinos advirtieran que la fumata blanca que aparecía replicada en millones de televisores se correspondía con la elección de su compatriota Jorge Bergoglio al frente de la Iglesia católica, la sorpresa no se ha disipado sino que adoptó nuevas y variadas formas que mantienen cautivada la atención de millones de personas en el mundo.

La conmoción inicial fue diferente para argentinos, latinoamericanos, europeos o asiáticos. Entre muchos de sus compatriotas el impacto fue tan grande que llegó a convertirse en el hecho más trascendente de la historia argentina después de su independencia. Para la región, significó la esperanza de un cambio largamente anhelado. Y para el resto del mundo implicó la novedad propia de un hombre desconocido llegado de un lugar casi inexplorado en el mapa.

Como sea, Francisco alcanzó la conducción de la Iglesia católica de manera impensada, aunque no fortuita, y desde el inicio de su pontificado sacudió la estructura que más daño le infringió a la propia institución: la curia vaticana.

En su modo de plantarse frente al resto de cardenales y obispos, Bergoglio dejó en evidencia la distancia que purpurados y prelados habían establecido durante años con el pueblo fiel, apegados al poder y envueltos en luchas internas por imponer criterios personales en los que el Evangelio quedaba relegado.

Francisco es quien, en dos años de pontificado, cautivó a millones de fieles en Brasil, cuando su prédica desde las arenas de Copacabana retumbó en el mundo entero, al que invitó a salir a la calle para “hacer lío”.

Es también el hombre que salvó a miles de una muerte segura al frenar el intento norteamericano de un ataque a Siria. Y lo logró con un arma tan poderosa como una jornada de oración y ayuno que impulsó en todo el planeta.

En su anhelo de paz, el Papa promovió un encuentro entre el líder palestino y su par israelí, con quienes plantó un olivo y exhortó al fin de las divisiones históricas. Es el hombre que rezó ante el muro que separa ambos estados y dedicó su prédica a derribar todos los obstáculos que separan a hombres de otros hombres.

En el Papa, la palabra no ha significado una retórica vacía. Más bien se convirtió en un mensaje transformador hacia dentro y fuera de la Iglesia. Ha conjugado de modo único la denuncia y la caricia, la exhortación y la misericordia, la condena y la autocrítica constante.

De él puede leerse una encíclica que deja de manifiesto la alegría del cristiano, que sólo puede encontrar su fundamento en la entrega gratuita y amorosa de Cristo. En él puede bucearse el contenido más hondo del escándalo moderno que promueve el hombre librado a los poderes liberales del mercado y que descarta a los extremos vulnerables de la vida: los niños y los viejos.

Los dos años de Francisco dejan en la retina de la historia la conmoción por los exiliados que sucumben ahogados en el mar en un desesperado intento por hallar una patria que los cobije.

El pontificado deja también la denuncia contra regímenes opresores donde la libertad del hombre es tranzada por mercaderes de la muerte. O el llamado urgente a la paz en Ucrania así como la defensa ante el agresor injusto de Estado Islámico, maquinaria sanguinaria dispuesta a imponer el terror sobre la base del marketing del miedo y la locura, atomizando aún más la Tercera Guerra Mundial en partes.

La perspectiva que se traza sobre su figura revela que el cura porteño, criado en el barrio de Flores, que amó la literatura, se fascinó con Borges y Marechal, disfrutó del tango, tomó mate en cárceles y hospitales, celebró bautismos en las villas y enfrentó sin temor a los poderes de turno ha llegado lejos. Lejos de su mundo.

Y sin embargo, como si se tratara de una paradoja, esa lejanía permitió acercar a las orillas de su tierra natal -bañada de tanta desconfianza y desazón- la esperanza de un mundo que es posible, humano y al mismo tiempo divino.

Demasiadas cosas en apenas dos años.