Por Iván Damianovich
Tres años de un inclasificable Benedicto XVI
15 de abril de 2008
Al cabo de sus primeros tres años al frente del trono de Pedro, el papa Benedicto XVI ha logrado sortear uno de los hábitos más comunes del mundo posmoderno: la clasificación. Su figura, sus modos, su estilo y su forma de gobernar la Iglesia no lograron unificar el criterio de los analistas pese al tiempo transcurrido.
La imposibilidad concreta de ubicarlo en un sector determinado ha significado, en los hechos, el triunfo de Joseph Ratzinger frente al relativismo moderno, tal vez la amenaza más grande que él mismo advierte para el mundo de hoy.
Habrá quienes crean que su intento por reflotar el rito tridentino lo coloca entre el sector más conservador de la Iglesia. O que sus referencias al Islam echan por tierra todo intento de acercamiento entre religiones. O bien habrá quienes lean en sus encíclicas la profunda preocupación del Papa por los problemas del hombre actual, agobiado por experiencias de soledad y desamor. Y quienes incluso indaguen en sus escritos teológicos y descubran sus referencias a un Dios compasivo, cercano a los problemas del hombre.
Los tres años de pontificado dejan, no obstante, huellas sobre las que existen mayores coincidencias. El estilo del papa anciano ha demostrado tener un carácter propio. Desde que asumió en la cátedra de Pedro no buscó jamás emular o reemplazar el vacío de su antecesor Juan Pablo II. Cultivó más bien un perfil bajo, mantuvo audiencias estrictamente necesarias, viajó sólo ocho veces al exterior y jamás abandonó sus gustos más íntimos: leer, escribir y tocar el piano.
Su figura no es carismática. Más bien bajo, algo agachado y con mirada distante. El papa alemán no es precisamente una estrella que atrae las cámaras de televisión sino todo lo contrario. Pese a eso, su atracción no es menor. Su inteligencia, aplicada a la prosa y la docencia, despiertan en todo el mundo admiración. La capacidad para plantear, aun de forma políticamente incorrecta, su pensamiento y diagnóstico del mundo es ampliamente valorada.
Cuando el cónclave reunido en la Capilla Sixtina decidió finalmente que Ratzinger sucedería a Juan Pablo II, no fueron pocos los medios de comunicación que creyeron ver el inicio de un papado de transición. Al cabo de tres años puede afirmarse que Benedicto XVI ha logrado también escapar a ese rótulo. El ejemplo de un hombre que, pese a la avanzada edad, es capaz de desafiar los rígidos parámetros de la modernidad en definitiva muestra lo que también el mundo espera: novedad y asombro.