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Por Nino Fernández
Descubriendo a las Pymes agrícolas
28 de marzo de 2008
Y un día se descubrió que en el súper rentable mundo de la soja, también hay pequeños y medianos productores, que se quedan con una pequeña parte de la torta.

Y ese día el nombre de Federación Agraria fue más importante que el de Sociedad Rural; las chatas modelos 70 se mezclaron con las 4 x 4 y los productores con camperas de nobuk se codearon con los de boina y camisa arremangada. Entonces se habló de aliviar la carga impositiva de los chicos y de crear una estructura Pyme en el ámbito de la secretaría de Agricultura.

Dice Enrique Martínez, presidente del INTI, que la rentabilidad del negocio de los granos hoy, incluyendo el actual nivel de retenciones, es superior a la de cualquier alternativa industrial, financiera o de las otras actividades del campo.

“Los valores de ingreso neto esperados por hectárea, para un productor de soja de primera o de la rotación trigo-soja, están entre 600 y 800 dólares por hectárea. El retorno nunca es menor al 100% anual del capital circulante invertido”, sostiene Martínez

Pero el concepto no discrimina entre regiones ni tamaño de productores. De hecho se sabe que la rentabilidad de las Pymes del campo está en retroceso por el aumento de costos de producción, ni más ni menos como el resto de las
Pymes del país.

Con una diferencia importante: la insaciable demanda externa y la presión de los fondos de inversión en el negocio de los granos tiende a acelerar la concentración y a expulsar a los pequeños productores del campo.

Los grandes buscan maximizar el rendimiento del cultivo estrella de estos tiempos, cuyo futuro merece más de un signo de interrogación por parte de los especialistas.

A diferencia de otros sectores que toman distancia de la coyuntura y pugnan por ser considerados estratégicos a la hora de pensar políticas activas ( bienes de capital, textil, cuero y artesanías, biotecnología, software
y turismo), el agro se considera un sector estratégico de hecho, por su condición de productor de alimentos.

¿Hace falta recordar que algunos países desarrollados no producen alimentos?.

Por cierto que también es una simplificación decir que el Estado es socio del campo en las ganancias y le da la espalda cuando las vacas se vuelven flacas.

Bastaría con pegarle un vistazo a las cuentas de algunos bancos públicos para descubrir el volumen de mora o créditos refinanciados per secula seculorum, en el caso de los campos inundados de Santa Fe o Buenos Aires, para descubrir que no es tan así.

Sin dudas que el Estado parece más permeable a ayudar y a subsidiar a otros sectores económicos, porque agregan valor y generan más empleo.

Pero vale una reflexión: el campo podrá ocupar menos puestos de trabajo (sin contar ese eufemismo difícil de medir que son los trabajos indirectos), pero no se puede minimizar y mucho menos desconocer el aporte de divisas que ha hecho y que han sostenido alguno de los grandes pilares del modelo.

¿O acaso la economía puede darse el lujo de prescindir de esos recursos?

Sobre costos y concentración

El último Censo Nacional Agropecuario (CNA) del 2002 revela que desde hace años se asiste a una progresiva concentración del negocio agropecuario: la desaparición de 87.688 explotaciones en los cinco años anteriores a la medición, que derivó en un aumento de la unidad productiva del 25%, para redondear un tamaño promedio de 588 ha. por establecimiento.

Y la tendencia se estaría incrementando con el boom de la soja y los poderosos pools de siembra que se van quedando con las explotaciones de pequeños productores, impedidos de hacer frente a los crecientes costos de producción.

“Si la rentabilidad de los pequeños y medianos productores decae notablemente, puede verse incrementado el fenómeno de una venta masiva de pequeñas fracciones de campo, ante un valor promedio de la hectárea que en la zona de Pergamino, por ejemplo, no baja de los 12.000 dólares”, dice Lisandro Mogliati, un experto en Desarrollo Local, que asesora a la legislatura bonaerense.

Datos del Ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia de Bs.As. dan cuenta que en los últimos tres años el precio del arrendamiento de campos aumentó un 83 %. A esto, el pequeño productor debe sumar la contratación de los servicios agrícolas para cumplir en tiempo y forma con la demanda y a menos que formen parte de alguna cooperativa o pool de compras, terminan pagando más caros los insumos que los grandes productores.

Por supuesto que en este punto el chacarero también ha sufrido el aumento de costos. Según el Instituto de Estudios Económicos (IEE) de la Sociedad Rural, el precio del litro del glifosato se duplicó en el último año, mientras que los fertilizantes fosforados y la urea aumentaron un 90% y 50%, respectivamente.

En tanto que para la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícolas (Aacrea), sólo los incrementos en fosfato diamónico y nitrógeno de este año implicarán un aumento del 12% en el costo de producción de la soja y del 15% al 19% en el caso del maíz.

La contrapartida en todo caso viene, como lo acaba de informar en estos días el cuestionado INDEC, por el lado de los salarios del sector.

De acuerdo al trabajo “Salarios, dólar e inflación”, del economista jefe de FIEL, Juan Luis Bour, el salario promedio del agro a fines del 2001 (pre crisis) era de 452 pesos/dólares, el más bajo de una serie de 14 sectores y muy por debajo del promedio general (925 pesos/dolares), mientras que en octubre del 2007, ese valor se ubicó en 421 dólares.

Tampoco es un dato para soslayar que en el campo esté el mayor porcentaje de trabajadores en negro de toda la economía.

Queda claro entonces que el sector no ha trasladado en la misma proporción el excepcional rendimiento del negocio a las condiciones laborales de sus trabajadores.

Retenciones y Pymes

El esquema de retenciones móviles es casi obvia y debería ser mantenida, dice Enrique Martínez, quien agrega que también hace falta corregir la distorsión de la estructura productiva.

Mogliati, por su parte, asegura que la medida puede perjudicar más a los pequeños productores, porque son mucho más vulnerables a las variaciones de precios. “Cuando hay bonanza este es el sector más dinámico de la economía en cuanto a gasto e inversión. Esto no ocurre en el caso de los grandes productores, que son más conservadores en sus decisiones. Ahorran más pero no direccionan esos recursos a inversiones productivas o proyectos de industrialización de la producción primaria”.

La política de retenciones no solo se justifica a efectos recaudatorios, tema en el que podría formar parte de un esquema impositivo más progresivo, o a fin de desalentar la sobreexpansión de la soja, que desplaza cultivos de gran consumo en el mercado interno, que impactan en el costo de vida.

También se justifica como instrumento capaz de cortar la lógica de una peligrosa concentración productiva.

En este marco no parece fácil de implementar un tratamiento diferencial para las pequeñas y medianas producciones.

“El impuesto grava directamente la exportación, y está descontado en el precio dado en el acopio y comercialización de granos y oleaginosos Además diferenciar el origen de la producción entre grandes y pequeños, es casi imposible por las características de la estructura agropecuaria”, afirma Mogliati.

Pero Martínez propone alternativas: computar parte de las retenciones como adelanto de impuesto a las ganancias, importar en forma directa herbicidas y fertilizantes y distribuirlos a través de cooperativas agropecuarias o subsidiar parte de los fletes.

La pregunta es si los pequeños y medianos empresarios, que supieron poner toda la carne en el asador en estas jornadas, no terminarán al margen de la solución que en algún momento habrá de alumbrar.