Vivimos tiempos turbulentos. ¡Vaya novedad! La mayoría de los habitantes del planeta transitan entre problemas cotidianos cortados por breves lapsos de calma.
¿A qué viene asta reflexión? A la inquietud por aportar una pizca de racionalidad a la crispación colectiva. Motivos para ella sobran, por lo que resulta necesario establecer algún paréntesis que permita entender por donde pasa la realidad.
Nuestra sociedad, que en carácter de modelo resulta más que suficiente, vive sobresaltada. Estímulos propios de las crisis recurrentes son magnificados por las interpretaciones interesadas de quienes son genéricamente denominados líderes de opinión. Cada uno procura sacar algún provecho y para eso, nada mejor que acudir a los medios de comunicación.
Y aquí aparecen los diarios, radios, emisoras de TV, portales de internet y otros, en roles que les asignan a la fuerza y más de una vez ajenos a su decisión y sus objetivos. De esta manera, son tan víctimas como victimarios, según la interpretación que los mismos líderes de opinión hacen de sus contenidos y - por supuesto - de acuerdo a la manera en que se sienten afectados.
Así, día a día pasan de héroes a villanos casi sin solución de continuidad y -lo que es peor- se los hace responsables de males que corresponden a los responsables de tomar decisiones, que quisieran ver como objeto de alabanzas sin dejar lugar a ningún comentario negativo.
¿Es justo que así ocurra? Depende tanto del punto de vista como del interés de quien emita el juicio. Los líderes de opinión son personajes públicos. Sus actos están permanentemente expuestos al conocimiento y la crítica. Lo saben, más aún, tratan de ser parte de las agendas diarias de noticias. Buena parte de su supervivencia depende de ésto y para lograrlo invierten tiempo y dinero.
Mirándolo así, parece que no tienen derecho a quejarse. Cuando un político, por ejemplo, comienza su carrera, se desespera por ver su nombre en letras de molde y en imágenes que lleguen al público que lo desconoce. Sin embargo, cuando alcanza el grado de popularidad amplia que ambicionaba, suele caer en agudas paranoias y fustigar a los mismos medios en los que pugnaba por lograr algún espacio.
No hace falta ser demasiado sagaz para entender esta lógica. Se trata simplemente de poner afuera las culpas propias. Tampoco mencionar ejemplos, pues los tenemos todos los días y desde más de un origen.
Lo que resulta curioso es la persistencia en esta conducta, sin estimar sus resultados. La opinión pública, según se empeñan en mostrar las encuestas, confía más en los periodistas que en los políticos, sindicalistas y empresarios. La inmensa mayoría de la sociedad se entera de las cosas que pasan gracias a los medios de comunicación. Más aún, acude a ellos para exponer sus problemas antes que a los organismos pertinentes. El periodista o el medio han reemplazado en buena medida al representante constitucional y es bueno entender que abundan los motivos.
Es tan insensato suponer que los medios de comunicación son culpables de los males sociales, como ignorar el poderoso rol que tienen en la formación de la opinión ciudadana. Entenderlo lleva también a reflexionar sobre el ejercicio de la responsabilidad profesional y la correcta aplicación de los marcos regulatorios. Su observación debería impedir excesos por parte de todos los que administran cuotas de poder. La única que no las posee, paradójicamente, es la gente común.