Por Federico Baraldo
Es por lo menos paradojal. En plena era de la inmediatez y la comunicación masiva o segmentada, pululan tanto los entusiastas de la aparición pública cuanto los que huyen despavoridos ante tal posibilidad.
Resulta curioso, pero hay más de un motivo para explicar conductas tan divergentes.
En primer término, la comunicación es una necesidad vital. Primitiva o desarrollada al extremo, significa una de las herramientas más eficaces y poderosas con que cuentan los seres vivos, en particular la raza humana. De su utilización correcta o deficiente dependen múltiples capacidades y su administración proporciona el acceso a cuotas de poder relevantes.
Los ejemplos sobran en la historia de la humanidad y no es momento para detallarlos, pero basta asomarse al universo de herramientas comunicacionales a disposición de la sociedad contemporánea, para advertir que los escenarios han crecido en complejidad al compás de la disponibilidad a precios bajos o sin costo de tales elementos.
Recordando a Paracelso, toda ingesta modifica, para bien o para mal, al organismo que la recibe. Valga la aplicación de esta reflexión al tema que consideramos, pues así ocurre con la panoplia de medios disponibles o en desarrollo.
La prensa gráfica y los medios audiovisuales, formidables instrumentos educativos y formadores de opinión, han sido muchas veces malversados hasta llegar - en casos extremos - a convertirse en destructores. Un camino comparable siguen, o pueden seguir, las vías informáticas. De hecho, la mala utilización de internet ha inundado de spam y de virus a millones de sufridos usuarios de la red. Es usual que en el reducido lapso de doce horas, dedicadas al ocio y el descanso, se acumulen centenares de mensajes que obligan a perder tiempo útil en su eliminación.
Algo similar ha comenzado a ocurrir con el nuevo y ya popularizado You Tube. El afán de vinculación, en algunos casos exhibicionista, ha poblado el espacio cibernético. Para un adolescente, o no tanto, resulta irresistible armar un círculo de relaciones virtuales, con la ilusión de tener amigos en abundancia, a la mayoría de los cuales solo conocerá por medio de la pantalla en la que ubica su face book.
Pero también crea, a su pesar, más de un problema en potencia. Se muestra, brinda información que puede ser capturada por terceros malintencionados y - además - suele confundir relacionamiento electrónico con vinculación humana. Por desgracia para él, son muy diferentes.
Y ya es necesario volver al interrogante que da origen a este comentario. ¿Cual es el meollo del problema y como se lo encamina? Una vez más, la respuesta es sencilla. Los instrumentos a disposición y los que vendrán en oleadas crecientes, sucesivas e inmediatas, son formidables. Brindan acceso a tesoros del conocimiento que hasta apenas ayer resultaban inalcanzables. Facilitan el trabajo y permiten el desplazamiento sin perder el contacto con los temas de interés cotidiano. Permiten también crear e instalar redes de vinculación cuya extensión era imposible suponer.
¿Por qué entonces la decisión eventual de esconderse? Pues por razones de seguridad, de defensa de la intimidad y conexas. Pero frente a la opción, es necesario acudir - como siempre - a una de las principales armas que posee el individuo y el cuerpo social. El sentido común.
Poco se puede hacer en este caso para encauzar las decisiones individuales. Nuevamente, la clave pasa por la poco recordada pero indelegable obligación de educar. Desde el Estado y las organizaciones sociales de todo tipo, pero fundamentalmente y como siempre, en el ámbito familiar.