La nueva entrega en la saga de "Duro de matar" nos devuelve a John McClane en estado puro: rodeado de escenas exageradas, pero con su carisma inalterable
Por Sebastián Martínez
Como cualquiera puede percibir con un mínimo vistazo a las carteleras de la última década, a Hollywood le está costando una enormidad crear mística nueva. Los filmes masivos recientemente estrenados, más allá de sus defectos o sus aciertos, sólo han logrado hacerse lugar en el alma del público tomando prestado el carisma de otros ámbitos.
Exceptuando quizás la animación infantil y las sagas de “Piratas del Caribe” e “Identidad Bourne”, que surgieron de la nada y conquistaron el mundo, el resto de los grandes éxitos cinematográficos tuvo que abrevar de otras fuentes para hacer, aunque sea mínimamente, algo de historia.
Los recursos no son tantos. Por un lado, están los libros, como en el caso de “El señor de los anillos” o “El código Da Vinci”. Por otra parte, están los cómics, y los ejemplos son innumerables: “El hombre araña”, “X-Men”, “Batman” y un largo etcétera. Y, por último, están las propias películas (como la última de “Rocky”, la próxima de “Rambo”, el esperado regreso de “Indiana Jones” y hasta una eventual nueva “Arma mortal”).
Es por esta falta de capacidad para inventar nuevas criaturas con alma propia, que nos vemos ahora enfrentados con “Duro de matar 4.0”, el filme que retoma las desventuras del detective John McClane, uno de los personajes de acción más festejados de la historia del cine, célebre por su terquedad y su resistencia a todo tipo de heridas y reveses.
Detrás de McClane, como todo el mundo sabe, está Bruce Willis, quien apareció en el primer capítulo de la saga prácticamente salido del mundo televisivo de “Luz de luna” y se erigió, por mérito propio, en uno de los actores fetiche de la industria para arrasar con cuanto género se le cruce, pero con especial énfasis en las comedias y los filmes de aventuras.
Quienes crecieron junto a su John McClane (nacido en 1988) no pueden evitar sentir por la saga de “Duro de matar” una mezcla de cariño, nostalgia y falta de objetividad, a las que apelan con bastante descaro los productores que decidieron revivir al personaje para entregar una nueva historia de uno de los perdedores más queribles y rudos de Hollywood.
La excusa, en esta oportunidad, es un masivo ataque informático contra los Estados Unidos. El tránsito, las comunicaciones, los medios, el sistema eléctrico, las operaciones bursátiles, el funcionamiento del Departamento de Defensa; todo se ve amenazado por un grupo de hackers que descalabra el universo conocido.
Willis-McClane entrará a la historia de modo colateral, cuando se le encargue la tediosa tarea de trasladar a un sospechoso desde Nueva York hasta Washington. Obviamente, con el correr de los 130 minutos de película, su rol en la historia irá creciendo al punto que la salud del país entero, y también la de su propia hija, quedarán en sus manos.
¿Cuál fue el resultado de esta apuesta? Diríamos que apenas superavitario. “Duro de matar 4.0” tiene, por supuesto, puntos fuertes. El propio Willis es uno de ellos, como es de esperar. La trama no está mal, en el fondo, y los efectos especiales, como también era previsible, son sensacionales.
Con esto bastaría para que el filme fuese disfrutable. Y posiblemente lo sea. Pero también hay que marcar las debilidades de este regreso del detective McClane. Para empezar, mencionemos, pero sólo al pasar, la pobreza intelectual de los guionistas para abordar temas como la seguridad, el terrorismo, los conflictos generacionales y la estructura del Estado más poderoso del planeta.
Pero sin ir tan lejos ni tan profundo, el primer defecto del filme que salta a la vista es la exageración. Más de una vez, uno se encuentra frente a la pantalla pidiendo que los realizadores se aferren, aunque sea un poquito, al realismo. Por poner un ejemplo: nadie puede ser arrollado a 80 kilómetros por hora, quedar aplastado contra un muro, caer por el hueco de un ascensor y, después de todo eso, seguir pegando saltitos y patadas como si nada. A eso nos referimos con “exageración”.
Quejarse ante estos excesos es la primera reacción. Sin embargo, inmediatamente vemos de nuevo a McClane diciendo alguna entrañable brutalidad, sangrando y arrastrando múltiples lesiones óseas, y nos volvemos complacientes. Porque “Duro de matar” es parte de nuestras vidas y, por eso mismo, como a un hermano algo tarambana, somos capaces de perdonarle casi cualquier cosa.