Fue el boxeador más grande de la historia argentina pero terminó en forma trágica, acusado por el asesinato de su esposa y azotado por el fantasma de la violencia
Por Roberto BlancoLa decimocuarta defensa exitosa de la corona que realizó el inolvidable Carlos Monzón fue una nueva demostración de la capacidad demoledora del boxeador
argentino y un final apoteótico de una campaña profesional sin precedentes.
El 30 de julio de 1977 -este lunes se cumplirán tres décadas de este hito- Monzón derrotó por puntos al colombiano Rodrigo Valdez y le puso fin a una carrera deportiva que lo tuvo como campeón del mundo de los Medianos por siete años.
El boxeador santafesino culminó esta extraordinaria etapa del deporte argentino con 14 defensas exitosas de su título mundial, marcando un récord que se mantuvo en la categoría por un cuarto de siglo, hasta que lo superó el estadounidense Bernard Hopkins.
La noche del 30 de julio, en el escenario que lo vio lucir con sus mejores brillos, en Montecarlo, Monzón se erigió en uno de los mejores boxeadores de la historia del país al completar una pelea cargada de tensión y dramatismo, que lo dejó como un vencedor indiscutible al final de las 15 vueltas.
Frente a él estaba el colombiano Valdez, a quien el argentino lo había vencido por puntos, en un fallo más apretado, un año antes en el mismo escenario.
En esa oportunidad, Monzón había recupeado el título del Consejo Mundial de Boxeo (CMB) que se lo habían quitado en 1974, tras derrotar en París a José "Mantequilla" Nápoles por nocaut técnico en la séptima vuelta.
Con la faja completa en su poder, Monzón estelarizó su última función ante Valdez, que reclamaba una revancha, y de esta manera le otorgó un año más de carrera pugilística al argentino que ya estaba casi retirado.
Desde el combate de junio de 1976 al de julio de 1977, Monzón se abocó por completo a su carrera cinematográfica, filmando en Argentina y Europa, y a vivir como un astro ya no sólo por su fama deportiva sino por el mediático romance con la entonces
vedette Susana Giménez.
Sin embargo, como era su costumbre, tres meses antes de la pelea, Monzón se concentró en los entrenamientos y se fijó su última meta: vencer a Valdez con claridad y asumir el retiro.
"Cuando subo al ring sólo pienso en destrozar al que tengo enfrente, porque él viene para sacarme algo que es mío", era su frase de cabecera antes de cada combate, en una idea filosófica a la cual agregaba que del cuadilátero había que acarlo "muerto".
Nunca nadie pudo lograrlo en las 14 defensas, y si bien pasó momentos de angustias como ante el norteamericano Benny Briscoe, que lo dejó nocaut en pie en una pelea en el Luna Park en 1972, y luego Emille Grittfith, en 1973, en Montecarlo, pero siempre
había salido airoso de esos momentos.
Esos fantasmas se reavivaron en el inicio nomás del combate con Valdez, quien le asestó un cross de derecha de lleno en la mandíbula, porque el santafesino sintió aflojar sus rodillas y tocó con su piernas por segundos la lona.
Fue un instante en el que Monzón se reincorporó y levantó sus dos brazos en señal de "estar bien", pero tuvo la suerte que el árbitro del combate decidiera hacerle la cuenta de protección.
Esa mano -la más peligrosa de Valdez- ya se había anunciado en la primera vuelta, que ganó el colombiano, y le produjo en el segundo round la única caída del campeón del mundo en sus 14 defensas.
La luz de alerta cambió la historia. Monzón abrió bien los ojos, ganó el centro del ring y con su repetida pero no menos eficaz fórmula, izquierda en punta martillando la cara del rival y la derecha atenta para demoler, fue ganando espacios y puntos
en el jurado.
Monzón no era un noqueador nato, era un artista de la demolición sistemática, desde una posición clara de contragolpeador marcaba distancia con la extensión de sus brazos y minaba a cada round la humanidad de sus rivales.
Los conocedores del boxeo saben que no es fácil remontar una caída en la puntuación de los jurados, y por ese motivo a partir del octavo round, Monzón buscó el nocaut que cerrara en forma definitiva la pelea.
Estuvo cerca al final de la novena vuelta cuando Valdez llegó a su rincón con un ojo cerrado, sangrando y pidiendo piedad, en un tortura que continuó en el décimo, en el que sus piernas flaquearon en varias oporrtunidades.
A esa altura de la pelea Monzón ya combatía con su mano derecha fracturada (siempre fue su gran problema, porque para calmar esos dolores en todos los cambates lo infiltraban), y con la ventaja asegurada en los puntos decidió dominar con autoridad
los últimos minutos de pelea.
El fallo fue contundente: ventajas de seis y siete puntos en cada tarjeta y los brazos en alto para que el Jet Set europeo, con Alain Delon, Jean Paul Belmondo y los príncipes de Mónaco, entre otros, se rindieran a sus pies.
Fue el último acto del "Macho" en los rings, cuando se abrazó con su entrenador de toda la vida, Amilcar Brusa, y le confirmó su deseo al oído: "es la última maestro".
Estaba a pocos días de cumplir 35 años y Brusa lo arrinconó con uan sentencia: "Está bien Carlos, pero nada de volver", un pedido que cumplió y que ni siquiera pudo cambiar la bolsa millonaria que en 1982 le oferecieron para pelear con Marvin Hagler, quien deseaba una pelea con el argentino.
Hace 30 años, como cada día que peleaba Monzón, el país se paralizó. Nadie caminó por las calles, todos se aglutinaron frente a los televisores, que desde Montecarlo emitieron las imágenes en blanco y negro del más grande gladiador que tuvo el
boxeo argentino.