"Rocky Balboa", pese a todas las objeciones, funciona como digna despedida para un maltrecho símbolo de la cultura popular de las últimas décadas
Por Sebastián Martínez
Está claro que hay que vencer un sinnúmero de prejuicios antes de ver una película que trata sobre un boxeador de 60 años, que vuelve a calzarse los guantes para pelear contra un campeón veinteañero. La sola idea ya viene cargada de inverosimilitud y ridículo.
Sin embargo, el sabio escritor inglés victoriano Samuel Coleridge decía que cualquier aproximación a una obra de ficción requiere de la suspensión temporal de la incredulidad. Por eso, ésta y cualquier película merecen una oportunidad. Y si uno logra vencer todo sentido de la realidad y entregarse mansamente a los designios de los productores de “Rocky Balboa”, puede que aún esté en condiciones de disfrutarla.
Desde ya, este último regreso de la leyenda del boxeo cinematográfico no es el peor. Claramente, es inferior al primer capítulo de la saga, aquella que allá por 1976 presentaba en sociedad al “semental italiano”, y a su eterno rival y amigo, Apollo Creed. Posiblemente, tampoco sea superior a la segunda y a la tercera parte. Pero sin dudas, mejora con creces, tanto argumental como estéticamente, las dos anteriores versiones de Rocky (¿recuerdan a Ivan Drago?, ¿recuerdan aunque sea una secuencia de “Rocky V”?).
En este caso, nos encontramos con un Rocky retirado del boxeo profesional, propietario de un cálido restaurante italiano y tierno padre de un joven “yuppie”. Su esposa Adrianna ya ha muerto, pero su recuerdo sigue siendo todo lo que el ex deportista necesita para sentirse acompañado.
Incluso, en el umbral de la tercera edad, Rocky se da un tiempo para aconsejar a Marie (Geraldine Hughes), quien aparecía como una adolescente malhablada en la primera versión de hace tres décadas, y aquí ya es toda una mujer que divide el tiempo entre su trabajo como camarera en un bar de mala muerte y la crianza de su hijo. El cuadro del bonachón ex campeón es aparentemente plácido.
No obstante, hay algo que no termina de asentarse. Se lo dice el propio Rocky a su cuñado Paulie (el ya veterano Burt Young): “Aún tengo algo aquí, en el sótano, algo que no me deja respirar”. Ese “algo”, esa “bestia” que el crédito de Filadelfia aún alberga en su vientre vuelve a despertar su deseo de subir al ring.
El ex gran campeón piensa en algo humilde, una serie de combates locales, con boxeadores de bajo perfil o algo similar. Sin embargo, el destino (y una simulación computarizada) le traen un nuevo y desproporcionado desafío. Pelear contra el hombre que actualmente detenta el cinturón de campeón, un joven poco carismático llamado Mason “The Line” Dixon y encarnado por el moreno Antonio Tarver.
A partir de entonces, todos pueden imaginarse cómo sigue. Es la vieja rutina de Rocky: el entrenamiento, las dudas, la voluntad, los obstáculos. Todo ese camino que el púgil blanco ya recorrió tantas veces hasta la pelea de fondo. Sólo resta saber el resultado del enfrentamiento entre el sexagenario “semental italiano” y el joven campeón.
Por supuesto que es fácil burlarse de este filme dirigido y escrito por el propio Stallone. La primera reacción es pedirle que se retire y se aboque a gerenciar “Planet Hollywood”. Pero antes de caer en el cinismo y el chiste fácil, meditemos un segundo sobre el peso de Rocky Balboa en la historia de la cultura popular de las últimas décadas.
Rocky no es simplemente el protagonista de una despareja serie de películas sobre boxeo. Su papel va mucho más allá. Rocky es un símbolo. Como lo es también “El ojo del tigre”, esa horrenda canción del grupo Survivor, que pese a todas sus deficiencias logra despertar algo en cualquier hijo del Siglo XX cada vez que la escucha.
Este personaje nacido hace tres largos decenios es un icono. Muchas veces manipulado políticamente, muchas veces ridiculizado, muchas veces estigmatizado como la representación de todo lo que el cine americano tiene de obvio, de lineal y de tendencioso: Y pese a todo Rocky sigue siendo Rocky.
Verlo subir por última vez al cuadrilátero es todo un acontecimiento. Para bien o para mal. Y lo notable es que esta despedida es mucho más digna de lo que cabría esperar. Felicitaciones a “Sly” Stallone por eso. Ahora sólo resta aguardar el estreno de “John Rambo” y ver qué cosa se le ha ocurrido para su otro icónico papel.