"Eragon" se postula como la película de fantasía y aventuras de este verano, pero sólo un brillante casting la salva de su ingenuo medievalismo adolescente
Por Sebastián Martínez
Un dato que surge de la genealogía de “Eragon” nos puede dar una pista del tono general de toda la película. El filme está basado en la novela de aventuras y fantasía homónima escrita por un chico californiano de sólo quince años, llamado Christopher Paolini. Y ese tono inmaduro, acelerado, bien intencionado, pero inexperto, marca esta película desde su origen hasta su culminación.
Para empezar, Eragon (el protagonista) es él mismo un adolescente, interpretado por el debutante Ed Speleers. Este joven vive en un pueblo medieval de geografía indeterminada y parece destinado a pasar el resto de sus días en la tranquilidad de la vida rural, que comparte con su tío y su primo, desde la muerte de sus padres. Pero esa existencia que transcurre plácida y algo aburrida cambia imprevistamente, cuando cae en sus manos un extraño huevo azul, del que nace una aún más sorprendente dragona (o dragón hembra, como más le plazca al espectador).
Eragón, como es de esperar oculta a su cachorro de dragona, lo cuida y lo alimenta, hasta que dos revelaciones vuelven a sacudir su monotonía. Primero, toma conciencia de que él y sus coterráneos viven bajo el despótico régimen del rey Galbatorix (en la piel de John Malkovich), que mantiene sojuzgados sus territorios con la ayuda del tétrico mago Durza (con la deformada cara de Robert Carlyle). Segundo, descubre, un poco más adelante, que ha sido marcado por el destino para ser uno de los últimos jinetes de dragones. Algo así como la única esperanza de los pueblos oprimidos.
A partir de entonces, comenzarán las aventuras. Su dragona, llamada Saphira y con la voz de Rachel Weisz, crece de golpe y empieza a comunicarse telepáticamente con su jinete, a quien le declara su eterna fidelidad. Pero ser jinete de dragones, como cualquiera puede imaginar, no es cosa que se aprenda de un día para el otro. Allí aparecerá el personaje de Brom (el experimentado Jeremy Irons), quien será su mentor y protector, alguien que no sólo le enseñará cómo dominar el arte de volar en dragón, sino también de qué lado debe ponerse.
Como la mayoría de los críticos del mundo ha notado, “Eragon” tiene una estructura argumental demasiado similar a “La guerra de las galaxias”. Donde estaba Luke Skywalker ahora pongan a Eragon, (ambos viven algo hastiados con sus tíos y son elegidos para cumplir una misión de importancia universal). Donde estaban los Jedis, pongan a los jinetes de dragones. Donde estaba Darth Vader, pongan al mago Durza. Donde estaba Obi Wan Kenobi, pongan a Brom. Donde estaba el Emperador, pongan a Galbatorix.
Hasta ahí las similitudes, que son muchas. Pero, por supuesto, Stefen Fengeimer no es George Lucas. Y, por otra parte, 2007 no es lo mismo que 1977. “Eragon” se transforma así en algo parecido a un proyecto estudiantil. Como si el precoz autor de la novela hubiese convocado a sus amigos del colegio y les hubiese propuesto rodar nuevamente “La guerra de las galaxias”, trasladada al medioevo y con una enormidad de presupuesto en efectos especiales.
Claro que hay que reconocerle a la película algunos méritos. Actores de la talla de Irons, Malkovich, Carlyle y Weisz son capaces de sostener los intentos más descabellados por hacer cine y darle, al menos, algo de carnadura a “Eragon”. Pero así como se le puede anotar a este trabajo algunos puntos por esos aciertos en el casting, también habrá que hacerle notar a los productores que quizás no fue una gran idea rescatar a Ed Speleers de una obra de teatro colegial para llevarlo sin más trámite al protagónico de un filme de alcance global.
El pobre Speleers no tiene ni la capacidad ni el carisma para ponerse sobre los hombros la responsabilidad de ser la primera figura de “Eragon” y su desdibujada performance es otro lastre que la película no se puede sacar de encima. Para colmo, las secuencias de todo el filme se suceden a una velocidad tal que tampoco permiten demasiado lucimiento actoral, más allá de los hallazgos que puedan encontrar aquellos pocos profesionales que saben conmover moviendo una ceja.
Así, “Eragon” se va después de 104 minutos y su estela se diluye rápidamente en el océano de la historia del cine. Quizás sus productores hayan querido subirse al tren de fantasía que volvieron a poner en movimiento las recientes sagas de “La guerra de las galaxias”, “El señor de los anillos” o “Harry Potter”. Pero lo cierto es que sólo consigue verse opacadas por ellas.
Habrá que ver cómo le va en las boleterías del mundo y si la recaudación les permite avanzar en la ya proyectada segunda parte. Por ahora, la lección para los creadores de “Eragon” es que no siempre los adolescentes son los que mejor entienden a los adolescentes. Muchas veces, y las películas más exitosas para ese segmento lo demuestran, hace falta algo más de madurez.