En un intento por crear una nueva saga en la línea de “Piratas del Caribe”, llega este flojo filme con Jake Gyllenhaal, que costó 150 millones de dólares y devuelve muy poco
Por Sebastián Martínez
Cualquiera que cocine sabe que una receta no consiste únicamente en mezclar ingredientes. Que debe haber un orden, una proporción y, por qué no, un talento implicados en la preparación de un plato. Bueno, esto es algo que los más encumbrados productores de Hollywood aún no han comprendido del todo.
Jerry Bruckheimer es un tipo poderoso. Para entenderlo, basta mencionar que es el mandamás detrás de las sagas de “Piratas del Caribe” o “La leyenda del tesoro perdido”. Es decir, es un hombre que sabe cómo hacer productos cinematográficos atractivos para las masas y cómo recaudar con ellos.
Pero no todo da igual. En “Piratas del Caribe”, Bruckheimer contaba (y seguirá contando en la cuarta parte) con Johnny Depp y su capitán Jack Sparrow, uno de los personajes más carismáticos que haya dado el cine hipercomercial de los últimos años. Cabe preguntarse qué hubiese sido de “Piratas del Caribe” sin Depp. Posiblemente, una película del montón. E, incluso, en “La leyenda del tesoro perdido”, Nicolas Cage le da cierto brillo a una historia que despierta emociones nacionalistas en los Estados Unidos.
“El príncipe de Persia” es su nueva gran apuesta. Para ello tomó un par de decisiones cuestionables. Por un lado, convocó a Mike Newell para dirigirla, cuando el único antecedente de peso en “tanques” de este realizador es “Harry Potter y el cáliz de fuego”, quizás la más floja de la saga de Hogwarts. Y, por otra parte, convenció a Jake Gyllenhaal de hacerse cargo del protagónico. Gyllenhaal no es un mal actor, pero (por lo visto) los héroes de acción no son lo suyo.
El argumento de “El príncipe de Persia”, basado obviamente en el videojuego homónimo, relata la historia de Dastan (Gyllenhaal), un valiente chico de las calles del antiguo Medio Oriente que es adoptado por un rey y adquiere súbita realeza, pese a su fanfarronería y su torpeza. El asunto es que, en medio de una batalla, Dastan encuentra una misteriosa daga, un regalo de los dioses. Una princesa (Gemma Arterton) le explicará que se trata de un objeto mágico de gran poder, porque puede hacer volver atrás el tiempo.
Desde ese momento, la misión de Dastan y la princesa Tamina será evitar que la daga que mueve las arenas del tiempo caiga en las manos equivocadas y le dejen el dominio del mundo servido en bandeja a sujetos inescrupulosos.
Para contar esto, la dupla Bruckheimer-Newell someten al espectador a una sucesión de escenas de acción filmadas con dudoso rigor, un montaje espasmódico y confuso, una serie de vuelcos argumentales más bien absurdos y la pizca de romance y humor que recomiendan los manuales de Hollywood.
El resultado es más bien pobre. Sólo la presencia de dos actores experimentados y sólidos como Alfred Molina y Ben Kinsgley nos sustraen por momentos del tedioso caos del filme.
No parece mucho para una película que insumió un presupuesto de150 millones de dólares. Las recetas que dan resultados de tanto en tanto, no son infalibles. “El príncipe de Persia” no es, ni por asomo, “Piratas del Caribe”. Ni siquiera es “La leyenda del tesoro”. Es apenas una megaproducción flojita.