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El costo de una fiesta irracional
Por Joaquín Morales Solá para La Nación
4 de diciembre de 2009
Néstor Kirchner empezó a pagar ayer la fiesta de poder irracional y ficticio en la que se zambulló a partir del fracaso electoral de junio. Dos derrotas en un solo día son demasiadas derrotas. Acostumbrado a mandar sin miramientos ni reparos, absolutamente novato como protagonista de un cuerpo colegiado (jamás integró ninguno hasta ayer), el ex presidente conoció de pronto la condición de político minoritario por primera vez en su vida.

Esa experiencia fue pésima para él. Se resistió hasta el final. Y hasta el final intentó la integración de una Cámara de Diputados tan ilusoria como aquella borrachera de poder tras la perdidosa elección pasada. Primero dejó avanzar un acuerdo razonable entre sus legisladores y la oposición, pero luego lo tumbó. Quería postergar todo hasta marzo, a la espera de algún milagro político que lo salvara del derrumbe. Ordenó entonces una actitud inédita en la historia parlamentaria: una primera minoría debía negarle el quórum al cuerpo para que juraran los nuevos diputados.

Nadie había llegado tan lejos en la presión sobre los límites institucionales. Pero no hay milagros en política. Entonces, Kirchner chocó con la primera adversidad. La oposición sentó en el recinto 148 diputados, 19 diputados más de los necesarios para iniciar la sesión. Luego se agregaron varios más y el número de los opositores bordeó los 160 diputados. Ni la oposición imaginó nunca esas cimas. Muchos diputados parecían competir a los codazos por quién era más adversario del kirchnerismo.

Fue el fin de la hegemonía kirchnerista en el Congreso. La espectacular aparición de Graciela Camaño, que debía tocar la campana inicial en su condición de titular de la Comisión de Asuntos Constitucionales, fue todo un símbolo de la derrota kirchnerista.

El Gobierno había echado a rodar en las últimas horas la versión de que Camaño y cinco diputados más habían formado un bloque aparte del peronismo disidente para acercarse a Kirchner. Camaño es una política bonaerense que viene del duhaldismo y está casada con el gremialista Luis Barrionuevo, furiosamente antikirchnerista. Es cierto que ella promovió la negociación de aquel acuerdo roto, pero es igualmente veraz que fue la primera en alzarse contra Kirchner cuando se enteró de que éste había decidido desconocer lo que antes había autorizado.

¿Cómo creerles a los Kirchner?, se preguntaba ayer uno de los más renombrados legisladores opositores, mucho antes de los zafarranchos de la tarde. ¿Cómo -decía el legislador- cuando hasta en las cosas aparentemente buenas esconden algo malo? El decurso de las horas le dio otra vez la razón.

Kirchner ordenó que su bloque bajara al recinto cuando la difícil sesión ya había comenzado sólo con la participación de los opositores. Primera y espectacular derrota. La segunda vino después, cuando debió reflotar el acuerdo que había desconocido. El kirchnerismo perdió la vicepresidencia primera de la Cámara y la mayoría oficialista en todas las comisiones del cuerpo. Sólo en cuatro comisiones el oficialismo tendrá una minoría más atenuada.

La primera lectura lleva a suponer que para Kirchner las cosas pueden ser aún peores. Por eso, retrocedió en su primera concesión a los opositores. Ya no imagina posibles las cooptaciones tan fáciles de otrora. Y, en verdad, no carece de razón. La imagen parlamentaria de ayer fue la de un gobierno solo, al que le huyen hasta los aliados eventuales o recientes. Los legisladores que asumieron ayer fueron elegidos en nombre de proyectos opositores; les será imposible practicar las contorciones de muchos de los legisladores que se fueron.

Hay que hacer una salvedad: el peronismo. La crisis de liderazgo en la que está sumido ese partido permite que sus dirigentes entren a cualquier lado por una puerta y salgan por otra. Les permite romances con los disidentes y matrimonios con el oficialismo. Sin embargo, ayer prevaleció otro viejo principio de los peronistas: éstos nunca perdonan la derrota. Y el Kirchner que se vio ayer se pareció demasiado a un político vencido.

Genio, figura y carácter hasta el final. Multitudes de colectivos rentados acamparon en la zona céntrica de la Capital para trasladar al clientelismo del conurbano en supuesto apoyo de Kirchner. Fue también, en algún sentido, el principio de la presión callejera sobre el Congreso, anunciada por Kirchner hace una semana.

¿Qué sentido tenía semejante movilización si desde hace mucho tiempo ya nadie cree en la espontaneidad de esos adeptos? ¿Para qué complicarles más la vida a los porteños que vienen de semanas de festivales piqueteros, opositores u oficialistas? La única explicación posible es la de una demostración de fuerza ante una oposición sublevada; es decir, la del amedrentamiento al Congreso.

El día después del 28 de junio fue ayer. El largo intervalo de más de cinco meses fue una ficción creada por el kirchnerismo, que dejó secuelas dramáticas para las instituciones. Presupuesto votado por mayorías artificiales. Legislaciones y medidas que afectan seriamente a los medios periodísticos. Una reforma política rudimentaria y facciosa. Prórroga de una emergencia económica que el país no necesita.

La cooptación (cuando no compra) de legisladores y gobernadores sedientos de recursos para conseguir aquellas decisiones del Congreso le valió a los Kirchner la sucesión de derrotas que sufrió ayer. Todos los gustos deben pagarse en política con facturas muy perentorias. ¿Podrán seguir cooptando? Todo se puede hacer. No obstante, hay sólo una razón para suponer que no podrán hacerlo: el transfuguismo político tiene un precio cada vez más alto ante una sociedad indignada y en estado de alerta.

Una mención especial merece la actuación de ayer de Lidia Satragno. Esa sesión sólo requería de un presidente que no se amilanara ante los desafíos de barras bravas y de legisladores crispados. Pero no sería a la legendaria Pinky a quien la aquejaría el pánico escénico. Cumplió su papel con eficacia.

El radical Oscar Aguad y el kirchnerista Agustín Rossi terminaron señalando que el acuerdo, perdidoso para el oficialismo, salvaba la institucionalidad de la República. Institucionalidad que había sido puesta en riesgo durante toda la jornada por un hombre que fue presidente de la Nación y que ayer reconoció de hecho, vacilante y remolón, que comenzó el principio de su fin.