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3 de diciembre de 2024
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José de San Martín: el largo exilio del gen argentino
El destino del ser nacional. Vivir la patria fuera de sus fronteras. José de San Martín lo experimentó en carne propia. El regreso frustrado de 1829 a un país que se desangraba
17 de agosto de 2009
Por Roberto Aguirre Blanco

Los exilios, la vida de un país visto desde la distancia y sin la chance de poder regresar por internas políticas, es una historia que viene de lejos en la Argentina y tuvo en el general José de San Martín, sin dudas, al protagonista más importante.

Morir casi en el desarraigo, otra mirada común de hombres importantes de nuestra historia como el del Padre de la Patria, Mariano Moreno o Juan Manuel de Rosas, también coincide con la adolescencia de un país que en el siglo XIX, gateaba en la búsqueda de una identidad.

Lejos, muy distante de las tapas de la revista “Billiken”, sin el bronce de “El Santo de la Espada", San Martín recorrió el camino de la historia argentina amarrado a sus convicciones, sin despegarse de ellos, pero astillando su corazón por los enfrentamientos con otros importantes personajes de su época.

Como el recordado historiador Fermín Chávez señaló en una oportunidad, “la mirada rosa e idílica de (Bartolomé) Mitre sobre la gesta y vida de San Martín, lejos está de su realidad. No era fácil aceptar que tuvo enemigos muy acérrimos en el gobierno de la Independencia y entre ellos justamente Bernardino Rivadavia”.

El entonces gobernador de Buenos Aires aborrecía a San Martín desde el mismo momento que desembarcó en el puerto porteño en 1812 y cuando tuvo la oportunidad, una década después, de “castigarlo”, lo hizo al quitarle todo apoyo al Ejército de Los Andes en Perú.

El pedido para que ese ejército se pusiera al frente de la lucha de Buenos Aires contra los caudillos del interior en 1820 y la negativa absoluta de San Martín de participar en lucha internas del país, lo condenó ante la mirada cómplice de una clase política centralista.

Luego de la reunión con Simón Bolívar en Guayaquil, el general intentó instalarse en su chacra de Mendoza y allí hasta hubo un intento de arresto por parte de los hombres de Rivadavia, además de contar con espías que seguían todos sus movimientos. Era un hombre 'peligroso'.

Cuando debió viajar a Buenos Aires para ver a su esposa ya muy enferma, San Martín recibió datos fehacientes de que había partidas en el camino esperándolo para asesinarlo, según se lo anunció el gobernador de Santa Fe Estanislao López, quien se puso a su disposición para protegerlo.

Tras la muerte de Remedios de Escalada, en 1824 partió con su hija Mercedes rumbo a Londres y luego se instaló en Bruselas, donde comenzó una férrea educación de su hija, ya que no estaba conforme con la que había recibido en Buenos Aires de manos de su suegra, y que consideró “relajada”.

San Martín no podía volver, lo sabía, su nombre en Buenos Aires era mala palabra por culpa de Rivadavia y sus huestes, y si bien seguía muy de cerca todo lo que acontecía en el país desde Europa, sólo intentó un regreso cinco años después.

Eso sucedió cuando Manuel Dorrego, quien había servido para él en el Ejército del Norte, derrocó a Rivadavia y se convirtió en el gobernador de Buenos Aires.

El mismo Dorrego le envió una carta invitándolo al regreso tras la salida de su mayor enemigo del gobierno.

En ese momento decidió su regreso, fundamentalmente para ponerse al frente del Ejército en la guerra contra Brasil que el país encaraba desde 1826.

Dejó a su hija de 12 años internada en un colegio y se embarcó en noviembre de 1828 en el buque inglés “Chichester”, y lo hizo con el nombre de José Matorras –apellido de su madre- para mantener cierto secreto sobre su periplo.

La alegría del regreso se desmoronaría tres meses después, en febrero de 1929, cuando arribó al estuario del Río de la Plata y se anotició de la muerte de Dorrego.

En su viaje, el país se bamboleaba en su péndulo de luchas internas y su amigo Dorrego había sido fusilado por Juan Lavalle, otro ex subordinado en el Ejército de Los Andes. San Martín intuyó en ese asesinato la mano de su enemigo Rivadavia.

En una carta, según afirmó también Chávez, Lavalle fue “la espada sin cabeza” de ese hecho controversial en la historia Argentina: todo seguía igual en el país.

“El general San Martín jamás derramará sangre de sus compatriotas”. Esa frase, acuñada ya en 1820, volvió a tomar vigencia en su fallido retorno y sin querer poner su figura del lado de ningún bando decidió instalarse en Montevideo.

Allí permaneció unos meses hasta que en agosto de 1829 ya estaba de regreso en Europa para transitar los últimos 21 años de su vida, retirado primero en París y luego en su residencia de Boulogne Sur Mer.

Si vivo su figura seguía siendo conflictiva, muerto –como una paradoja misma de la historia argentina- no fue diferente, y recién pudo regresar a Buenos Aires, 30 años después de su fallecimiento.

Eso sucedió en 1880, cuando tras arduas negociaciones la Iglesia aceptó recibir sus restos luego del cuestionamiento de su figura por su supuesta actividad masónica, y además con el trabajo de Mitre ya terminado, con una figura del Libertador poblada de bronce, sin contradicciones y con aire de póster troquelado.

Sin embargo, el padre de la Patria fue de carne y hueso, con ideas y convicciones que defendió hasta su muerte.

El legado de su sable corvo en herencia a Juan Manuel de Rosas, su pensamiento americanista, su seducción por las ideas de desarrollo británico, y su estricta y orgullosa formación militar, es exhibido y ocultado según el prisma de quien lo mire.

“Sacrificaría mi existencia, antes de echar una mancha sobre mi vida pública que se pudiera interpretar como ambición".

San Martín en estado puro. El gen del ser argentino, aunque se esté lejos aún de alcanzarlo a meses del Bicentenario.