Se estima que existen 180 mil adictos, la mayoría en sectores cada vez más marginados. Calculan que el 68% termina delinquiendo. Y matar o morir es su destino
El paco, o la "droga de los pobres", está haciendo estragos entre la juventud de los sectores más marginados de la sociedad, que se quedan sin futuro y se convierten en un peligro para el resto de la gente.
Las familias de estos jóvenes no saben qué hacer mientras el Estado aún no logra encontrar un camino que posibilite la recuperación de unos 180 mil jóvenes que ya habrían caído en las redes de esta droga asesina.
La Villa 31 es territorio del paco. A cualquier hora, a metros del destacamento policial, en ese pibe de 12 años con buzo deportivo que ahora sale del contenedor de basura y muestra los dientes como con rabia, aunque lo suyo es otra cosa. El que le habla es otro vecino, un señor grande que quiere ayudarlo.
- Dale, Ever, vamos..
- No, ni loco.
- Dale, Ever, así te curan.
Son imágenes cotidianas de un naufragio silencioso, un drama que está aniquilando chicos en todo el país mientras la ayuda oficial es escasa o nula, un flagelo increíblemente ajeno a los debates sobre delincuencia juvenil, imágenes despiadadas, en fin, de la pura exclusión, consigna una nota de Gerardo Young en el diario Clarín.
Lunes a las diez de la noche, barrio de Pompeya. Sobre la avenida Amancio Alcorta, a lo largo de 200 metros de vereda se ve a tres grupos de chicos aspirando humo de sus pipas. Se hace difícil adivinar sus edades porque sus cuerpos están carcomidos, flaquísimos, las ropas holgadas y sucias. Deben tener trece, catorce años y en cada grupo hay cuatro o cinco chicos. En un ratito pasará un patrullero, la forma más conocida del Estado en estos sitios, pero el patrullero no se detendrá, ni siquiera les prestará atención.
El paco es tan letal como invisible. Se calcula que ya hay casi 180 mil personas que lo consumen en todo el país, pero a pesar de eso no hay ningún plan intensivo y coordinado para combatirlo.
En la ciudad de Buenos Aires (donde viven 40 mil de los consumidores), ni siquiera está reglamentada la Ley de Adicciones que debería paliar el drama. Tampoco hay lugar en los hogares de rehabilitación. Ni protocolos que definan qué debe hacer la Policía frente a estos casos. Ni atención en los hospitales públicos, donde no están preparados para recibir a los chicos del paco. Y hasta sus madres, desesperadas, no saben cómo sacarlos de las profundidades.
El paco, mientras, avanza. Aniquila las neuronas en seis meses y lleva a sus consumidores a robar, a prostituirse, a morir o matar. Es tramposo el paco. Se supone que es una droga barata (promedio cinco pesos), pero su efecto (ni siquiera placer, apenas la saciedad, la satisfacción de tenerlo) dura apenas unos minutos y entonces hay que comprar más, hasta 100 o 150 dosis por día, pero como no hay plata que alcance entonces se sale a robar y se muere o se mata o todo a la vez.
Un estudio de la Secretaría de Adicciones de la provincia de Buenos Aires sostiene que el 68 por ciento de los consumidores de paco acaba robando. Los que están en el tema creen que el porcentaje de riesgo es todavía mayor.
Martes, seis de la tarde, barrio de Mataderos. En la esquina de la avenida Eva Perón y Aristóbulo del Valle, un policía apunta al suelo con una escopeta que causaría escozor en otras partes de la ciudad. Aquí es práctica habitual, como las pintadas verdinegras de los hinchas del torito de Chicago, en uno de los epicentros de la distribución y consumo del paco: Ciudad Oculta, una de las villas más extendidas y abandonadas a la suerte de sus patriarcas, los narcos.
Al policía se lo ve tranquilo, quizá porque todavía es de día y la calle y las veredas se ven repletas de chicos en delantal que acaban de volver del cole, juegan a la pelota, corren en imaginarias canchas de fútbol. ¿Y los chicos del paco? Están fumando en las madrigueras, alguna pieza oscura o las cabinas de un locutorio, y el policía dirá que es tarde para verlos en la calle. "Ahora es cuando consumen. Para robar salen más temprano". ¿No roban de noche? "De noche no distinguen entre una persona y un poste".
El paco llegó a los barrios pobres en el 2002, de la mano de la crisis. Un estudio de la Sedronar (Secretaría contra el Narcotráfico) sostiene que los consumidores ya ocupan el 28 por ciento de las camas disponibles para tratar a los adictos de cualquier droga. La cantidad de camas es, como fuera, insuficiente. Hay 2.500 lugares para todo el país. "Poquísimo", reconoce el titular de la Sedronar, José Granero (Ver Página 36). ¿Cuál es el perfil de los chicos del paco? Son varones en el 82 por ciento de los casos. Y sólo el 18 por ciento ha tenido trabajo o alguna ocupación. ¿La edad de inicio? La Sedronar dice que los trece años. Pero las recorridas y consultas de Clarín en los barrios más afectados sugieren que la realidad se burla de la estadística. En la Villa 21, en la Villa 1-11-14, en la 31 de Retiro o en Ciudad Oculta, los chicos arrancan a los nueve años.
Miércoles, siete de la tarde, en el interior de Ciudad Oculta. La villa de Mataderos está arrasada. No por nada, aquí hay 150 "madres del paco", como se bautizaron esas mujeres que han visto la muerte en los rostros de sus hijos. "Nos están matando a los pibes", dice María Rosa González, apoyada sobre su mesita de siempre, en el barrio donde nació hace más de 40 años. María Rosa acaba de internar a uno de sus hijos en un centro de rehabilitación. Ya había pasado por esta pesadilla con otro de los suyos. Esta vez tardó dos semanas en conseguir una cama y eso que ya es una figura conocida para las autoridades. Por eso no duda: "El Estado no hace nada por nosotros. Nadie camina las villas y los pibes no tienen futuro. Están abandonados".
Lo que rodea a María Rosa se repiten en los 20 o 30 mil habitantes de la villa. Paredes descascaradas, techos de chapa que no evitan las lluvias, gritos y disparos en la noche, vendedores de paco de doce o trece años a cada vuelta de pasillo. En una casita que señala María Rosa, dos días atrás encontraron a un chico de 14 ahorcado con un alambre. "Pero los muertos de la villa no le importan a nadie", dice. El ahorcamiento es un final habitual en los adictos más avanzados. La abstinencia es demasiado pesada.
El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lleva más de 22 meses sin reglamentar la Ley de Adicciones que votó la Legislatura el 3 de mayo de 2007. Es decir que, por ahora, es letra inútil. La ley le exige al Estado la apertura de centros de atención de emergencia social, unidades móviles de atención en los barrios, unidades de referencia en los hospitales. Poco se ha hecho antes, ahora hay promesas. La Ciudad cuenta con tres centros de atención para adictos, pero sólo uno permite atender emergencias, y es muy poco. "Hemos estado haciendo convenios con 19 ONGs para ampliar nuestra capacidad de atención", dice el director del Programa de Adicciones de la Ciudad. A Alberto Magnano le sobra optimismo. Cuenta con un presupuesto mínimo, de 10 millones de pesos, que aún así supera en 3 millones al que había asignado la gestión anterior, cuando gobernaba Jorge Telerman. En el Gobierno nacional las cosas son peores. La Sedronar tiene apenas 32 millones de pesos para todo el año y todo el país, 4 millones menos que en 2008. Con esos fondos deberían pagar internaciones, armar programas de prevención y de rehabilitación. ¿Y qué pasa en los hospitales?
Nada. Los hospitales no quieren a los chicos del paco. Lo reconoce uno de los directores: "No estamos preparados para recibir a esos chicos. Además son violentos y atacan al personal y a los otros pacientes". Lo dice bajo el compromiso de no revelar su identidad. Está mal decir lo que ha dicho. Pero es lo que ocurre.
Hay promesas. En el Programa de Adicciones porteño están poniendo en marcha un plan de asistencia en los barrios. El programa es una exigencia de la Ley no reglamentada, pero muy austero. Por primera vez, habrá presencia en 5 villas, tres veces por semana y por unas cuatro horas cada vez. ¿No será poco? "Es un dispositivo que está comenzando. De a poco vamos a dejar un tejido social armado", promete Magnano.
Las pruebas sobre la ausencia o saturación del sistema son abundantes. El 17 de octubre de 2008, durante una reunión de plenario del Consejo de la Niñez porteño, representantes del Gobierno lo reconocieron. Quedó asentado en las actas. Se dijo que hay unos mil chicos internados en hogares infantiles (incluyendo indigentes, chicos sin hogar, hijos de padres golpeadores), pero que no hay historias clínicas "satisfactorias" de los chicos y "falta supervisión y controles" de esos hogares. En otra de esas reuniones, según surge de las actas a las que accedió Clarín, la Directora de la Niñez, Vanesa Wolanik, admitió que ante la falta de hogares de rehabilitación para tratar casos de emergencia, se están enviando chicos adictos a una clínica que ya fue "denunciada" por la Dirección de Salud Mental de la Ciudad de cometer "graves maltratos y violación de los derechos de los chicos". Explicó Wolanik: "Ante la ausencia de otros lugares, este lugar nos sirve para estabilizar al chico y luego poder derivarlo". Se refería a la clínica Luján, con sedes en la Capital.
Jueves, a mediodía, en Plaza de Mayo. Son cerca de cien personas, las mujeres con pañuelos negros sobre la cabeza, los hombres con pancartas y folletos para repartir a turistas y vecinos. Caminan alrededor de la pirámide, como las Abuelas y Madres, sólo que reclaman por su drama de hoy, el maldito paco. "Nadie nace asesino", grita la mujer morena que guía la marcha desde un parlante. Y sigue: "Basta de indiferencia", "Nadie quiere rehabilitar a nuestros chicos", "El paco se vende como caramelo".
Las madres y los papás de los chicos del paco están desesperados. La internación en una clínica privada de rehabilitación cuesta 2.500 pesos por mes, un imposible en los márgenes pobres. Necesitan ayuda del Estado. Pero las leyes son complejas. La Ley de la Niñez porteña prohíbe la internación por la fuerza, ya que se considera (lo sostiene la Convención de los Derechos del Niño) que los chicos tienen derecho a elegir. Con los más grandes ocurre lo mismo, así que la única opción que tienen de enviarlos a una clínica es con la voluntad del chico (improbable) o el aval de un juez (difícil). Pero es todo un derrotero. "Estoy intentando internar a mi chico desde enero pero el juez da vueltas y vueltas", cuenta Alejandra Escobar, girando sobre la pirámide de Mayo.
Esa complejidad hace aún más importante el trabajo en los barrios, primero de prevención y luego de rehabilitación. Uno de los que más sabe del tema es el legislador porteño José Machaín: "Vivimos en una sociedad muy hipócrita. Le exigimos a los chicos pero no les damos opciones. Hoy el gobierno de (Mauricio) Macri ni siquiera les da un lugar en el colegio. En la Ciudad hay 8.000 chicos que no encuentran vacante para estudiar".La Sedronar y el gobierno porteño tienen algunos programas para estimular a los chicos de las villas, pero son demasiado pocos, casi insignificantes. "En los barrios no hay nadie o no se los ve", había dicho María Rosa en Ciudad Oculta.
Viernes, once de la mañana, en el interior de la Villa 31 de Retiro. Jorge es zapatero y vive en el barrio desde hace 26 años, cuando la villa no era ni la mueca de lo que es hoy. Dos de los cinco hijos de Jorge fueron adictos al paco; uno de ellos todavía pelea por salir. Y Jorge se ocupa de levantar chicos de las calles. Los reta, los levanta y los empuja hacia la Sedronar para pedir auxilio. Lo hace cuando le queda algo de plata, lo que ocurre muy pocas veces. Hay que pagar el colectivo, ir al centro, pelearse con los funcionarios, reclamar a los jueces, esperar días y días hasta que alguien le consiga un lugar de internación. "Tardan tanto que los chicos se arrepienten y se van. O se escapan después, porque no saben cómo contenerlos".
Jorge camina, ahora, por las callecitas de la villa. Pasa por un locutorio donde se vende paco, saluda a un vecino que se asoma por una puerta de chapa con su pipa en la mano. Cincuenta metros más y se cruza con una rubiecita, hermosa, que carga con un bebé. Se besan, se abrazan. "¿Cómo estás?", pregunta él. "Más gordita. Me fui a Santiago del Estero para alejarme de todo", cuenta ella y sonríe. "¿Y dejaste de fumar?", insiste Jorge. "No del todo, pero bastante".
La caminata sigue, atraviesa una cancha de fútbol, las casillas a uno y otro lado de los pasillos, nenes que caminan indiferentes a una quinceañera que se tambalea de un ladro al otro, en pleno delirio. Cuando Jorge llega a una de las calles principales, los chicos del paco son cinco, seis, y se dejan ver a veinte metros del destacamento de la Policía. Otra vez la misma postal: cuerpos delgadísimos, ropas sucias y gigantescas, un andar cansino, de sonámbulos. Ahí nomás está el contenedor de basura de donde sale el pibe de buzo deportivo, con las manos teñidas del negro de la roña. No ha encontrada nada ni para comer ni para vender. Ahora muestra los dientes hacia afuera, los labios inflamados, camina rengueando y torpe, flacucho, a pesar de sus 12 años. Ha llegado a ese estado en el que ya no tiene fuerzas ni para conseguir plata, está en plena gira por su noche interior.
- Dale, Ever, vamos que te llevo.
- No, ni loco.
- Dale, Ever, así te curan.
- No, ni loco
Aparece otro muchacho, más grande, sano, quizá el hermano mayor de Ever o un amigo de la familia, que también intenta.
- Dale, Ever, andá que te van a conseguir novia.
Pero Ever ya no escucha. Y sigue caminando, parece caerse a cada paso. Así ha sido su lunes, su martes, miércoles, jueves, viernes, lo será el sábado y hoy, domingo. Así será la vida de Ever hasta que todo termine o algo cambie.