Es un proceso similar al que ocurre con los primates, según dicen los expertos. Los detalles para saber si en quien creemos confiar en realidad es un mentiroso sin cura
El engaño tiene una larga y documentada historia en la evolución de la vida social y al parecer cuanto más sofisticado el animal más comunes son los juegos de engaño y más ladinas sus características.
En un estudio comparativo sobre la conducta de los primates, Richard Byrne y Nadia Corp, de la Universidad de St. Andrews, Escocia, descubrieron una relación directa entre el tamaño del cerebro y el carácter furtivo. Vieron que cuanto mayor era el vólumen promedio de la neocorteza de los primates mayor era la posibilidad de que el mono o simio protagonizara una hazaña como la descripta en "The New Scientist", que consistía en que cuando el joven mandril era perseguido por su madre furiosa, decidida a castigarlo, el animal interrumpía repentinamente su marcha, se erguía y comenzaba a mirar el horizonte con atención, hecho que distraía a todo el grupo y los incitaba a prepararse para la llegada de intrusos inexistentes.
Son muchas las pruebas que sugieren que los seres humanos, con nuestra neocorteza densamente ondulada, nos mentimos los unos a los otros de forma crónica y con aplomo. Al investigar lo que llamaron "las mentiras de nuestra vida diaria", Bella DePaulo, profesora visitante de Psicología en la Universidad de California, Santa Bárbara, y sus colegas, pidieron a 77 estudiantes universitarios y 70 personas de la comunidad que llevaran diarios anónimos durante una semana y dejaran asentado allí los cómo y por qué de cada mentira que decían.
Al analizar los resultados, los investigadores descubrieron que los estudiantes universitarios decían un promedio de dos mentiras por día, los miembros de la comunidad una y que la mayoría podía ser incluída en la categoría de "mentirita". "Le dije que lo extrañaba y que pensaba en él todos los días cuando en realidad nunca pienso en él", escribió una participante según pudo saber el diario Clarín.
En un estudio de seguimiento, los investigadores pidieron a los participantes que contaran cuáles habían sido las peores mentiras que habían dicho y allí surgieron confesiones de adulterio, de trampa a un empleador o de haber mentido al prestar testimonio como testigo en un juicio para proteger a un jefe.
Cuando se les preguntó cómo se sentían por haber mentido, muchos admitieron sentirse perseguidos por la culpa, pero otros confesaron que cuando se dieron cuenta de que el embuste les había salido bien, lo hicieron una y otra vez.
En realidad, mentir es demasiado fácil. En más de cien estudios, los investigadores formularon a los participantes preguntas como ¿la persona en el video está mintiendo o diciendo la verdad? Se vio que la gente daba la respuesta correcta el 54 por ciento de las veces. Algunos investigadores creen de todos modos que la ceguera frente a una mentira responde al deseo de los seres humanos de ser engañados, algo así como una preferencia por la fábula cuidadosamente armada antes que la cruda verdad.
Para Angela Crossman, profesora adjunta de Psicología en el John Jay College of Criminal Justice, "existe una motivación para no detectar las mentiras. Uno no quiere saber por ejemplo que la comida que acaba de preparar es un asco o que su cónyuge lo engaña".
Frans B.M. de Waal, profesor en el Centro Nacional de Investigaciones Sobre Primates Yerkes y la Universidad Emory, asegura que los chimpancés u orangutanes son grandes simuladores.