El ex dictador firmó el 15 de diciembre de 1978 el decreto de invasión. Presionado por otros mandos pidió ayuda a la Iglesia. La intervención de Estados Unidos
Por Roberto Aguirre Blanco
Los goles de Mario Kempes en el mundial de fútbol de 1978 llenó de ínfulas victoriosas a las cabezas de los integrantes de la Junta Militar argentina y a sus primeros mandos, quienes soñaban con una invasión a territorio chileno para “poner freno a las actitudes expansionistas” del país trasandino.
Con un enfermo sentido patriótico, los integrantes de la Dictadura Militar quisieron recuperar por la fuerza y rever así un polémico laudo de Gran Bretaña, que les entregó en 1977 las islas Nueva, Picton y Lennox, ubicadas en el estratégico canal de Beagle a Chile.
De nada sirvieron las reuniones que mantuvieron durante todo ese año 1978 los equipos de trabajo de cada país para intentar en varias comisiones acercar posiciones y resolver de una manera pacífica el conflicto.
Chile, beneficiado por el laudo arbitral ya había ocupado las tres islas, y los militares argentinos bramaban por recuperarlas bajo un gesto mesiánico y a fuerza de sangre y fuego.
Quince días después de la finalización del mundial 1978, el 9 de julio, el gobierno realizó un desfile por el Día de la Independencia donde exhibió aparatosamente todo su potencial militar con un solo destinatario: Augusto Pinochet.
En este marco, documentos e investigaciones posteriores dejaron en claro la debilidad del ex presidente de facto Jorge Rafael Videla quien no podía dominar a sus mandos inferiores, halcones, que soñaban con una guerra ejemplar contra el país vecino.
Desde el otro lado de la cordillera las cosas no se veían mejor. La dictadura de aquel país también tensaba la cuerda y realizaba, en boca de sus altos mandos declaraciones incendiarias llenas de flema nacionalista.
Ni Videla como presidente, ni Roberto Viola como jefe del Ejército podían parar a los generales Guillermo Suárez Masón, José Antonio Vaquero y Luciano Benjamín Menéndez, todos jefes de diferentes cuerpos de esa arma, que propulsaban la invasión a Chile.
Junto a ellos también estaban los hombres de la Armada en la figura de su nuevo jefe, Armando Lambruschini y el integrante de la junta Militar, Eduardo Massera, quien perseguía sus propios propósitos políticos, y la virtual guerra le daba mucho dominio a su arma dentro de la estructura del poder militar.
Ese viernes 15 de diciembre de 1978, Videla, presionado, pero a la vez impune, sin oponerse, firmó el decreto secreto que autorizaba las operaciones militares de invasión a territorio chileno.
El Día D, quedó establecido para el 20 de diciembre cuando fuerzas de la Armada y buzos tácticos llegarían a las islas en conflicto para tomarlas y esperar luego las acciones diplomáticas.
El dictador entonces, hizo un llamado telefónico al Nuncio Apostólico Pío Laghi y le anunció la novedad. El religioso escuchó atentamente ese acto de locura y recurrió a comunicarse rápidamente con el Vaticano para acelerar una mediación Papal.
A su vez, el embajador de Estados Unidos en Argentina, Raúl Castro, comenzó también a realizar sus propias gestiones, por el expreso pedido del entonces primer mandatario de ese país, James Carter, quien no deseaba una guerra en su propio continente.
Se corrió contra reloj, la maquinaria militar y de locura ya estaban en marcha. Días antes hasta se había realizado en la ciudad de Buenos Aires un simulacro de apagón ante un supuesto eventual bombardeo nocturno desde Chile.
Allí, las fuerzas Armadas habían solicitado a la población "colaboración", co elk fin que entre las 21 y 24 no se prendiera ninguna luz interior en los hogares.
La orden fue clara: si se visualizaba alguna luz desde el exterior, los móviles policiales tenían orden de disparar contra esos domicilios.
Pos supuesto que hubo algunas rebeldías y mucho disparos esa noche. Los edificadores de la guerra no querían ver luz, sin embargo, una “lucecita de paz” llegó, por suerte, algunos días después.