Leonardo Di Caprio y Russell Crowe protagonizan un filme donde los espías, lejos del garbo de James Bond, deben poner en riesgo sus valores morales
Por Sebastián Martínez
El cine y el espionaje tienen una relación ambigua. Por un lado, James Bond y su interminable saga que ya acumula más de una veintena de episodios, nos han retratado el mundo de los agentes secretos de un modo glamoroso y violento. Sin embargo, otra infinidad de películas menos célebres se han encargado de desmitificar esta ocupación moralmente compleja y tratar de llevarla a un terreno más realista.
Entre otros títulos más o menos recientes, podemos citar filmes recomendables como “El sastre de Panamá”, “El buen pastor” o “El último rey de Escocia”, que nos muestran una cara del espionaje más rastrera, más compleja y menos envidiable que la pintada por los seguidores de Ian Flemming en las historias de 007. “Red de mentiras” sigue está línea de intentar llevar el mundo de las operaciones encubiertas al nivel del piso, donde los personajes necesariamente se ensucian.
En “Red de mentiras” el protagonista es Leonardo Di Caprio, quien interpreta al agente Roger Ferris, responsable de gran parte de las operaciones que la CIA de los Estados Unidos lleva adelante en el inestable territorio del Medio Oriente. Su contracara es Russell Crowe, quien aquí, excedido un poco de peso, encarna al hombre que dirige las maniobras desde el sillón de su oficina, el jardín de su casa o el colegio de sus hijos.
Es que la apuesta de Ridley Scott (“Gladiador”, “Blade Runner”, “Alien”) fue humanizar el inhumano universo de la inteligencia, donde los cadáveres son una contingencia previsible y muchas veces buscadas, en pos de objetivos más o menos difusos como la lucha contra el terrorismo o el cuidado de los intereses comerciales de los Estados Unidos en el mundo.
Una forma de ver “Red de mentiras” es como si se tratase de un largo debate entre el personaje de Di Caprio (que sufre prácticamente en carne propia las arbitrariedades y crueldades de la geopolítica) y el personaje de Crowe (que maneja, habitualmente a distancia prudencial, los destinos de los agentes propios y las vidas ajenas). Ese debate se da normalmente por teléfono, en comunicaciones que viajan por satélites omnipresentes de una punta a la otra del orbe, aunque en ocasiones también hace falta que el gran hermano descienda de su sillón en Washington hasta el barro de la realidad y se enfrente a sus aliados y a sus enemigos (aunque nunca queda claro cuál es cuál).
La trama del filme es relativamente compleja pero puede sintetizarse así: Un grupo islámico radicalizado ha comenzado a atentar contra objetivos occidentales. La misión de Di Caprio será identificar y desactivar a esa organización terrorista sin hacer muchas diferencias entre fines y medios. El papel de Crowe será exprimir a su agente hasta que logre su cometido.
Aquí es donde entran en juego las mentiras. Prácticamente todo el mundo le miente a todo el mundo en esta película. El agente le miente a su jefe, el jefe le miente a los servicios de inteligencia de otros países, los servicios de inteligencia de otros países le mienten al agente, y entre tanto mucha gente va muriendo. Algunos accidentalmente, como daños colaterales, otros con fría premeditación.
Todo el asunto le traerá al personaje de Di Caprio profundos cuestionamientos morales, que se exacerban cuando, algo previsiblemente, se enamora de una mujer musulmana. El resto pueden imaginárselo.
Lo cierto es que la idea de Ridley Scott no es del todo mala, aunque con el correr de los minutos el derrotero de la película se vaya tornando algo repetitivo. Di Caprio sabe hacer su trabajo y Crowe cumple con eficacia su propósito. Si es que hay que buscarle algún flanco débil a “Red de mentiras” es que, más allá de cierto convencionalismo, peca hacia el final de ingenuidad, lo que desdibuja un poco la previa seguidilla de denuncias sobre el cruento funcionamiento de las agencias de inteligencia. En última instancia, el filme termina siendo una propuesta decorosa y sólo sirve para poner en perspectiva el estereotipo glamoroso del espía que Hollywood tantas veces quiso imponer.