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21 de noviembre de 2024
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Un imperio que vive de prestado
Por Maximiliano Montenegro en Crítica de la Argentina
20 de septiembre de 2008
¿Usted cree que la crisis del 29 puede repetirse?, le pregunté hace diez años, en un lluvioso otoño de Cambridge, a John Kenneth Galbraith, quien vivió y describió como nadie la depresión mundial de los años treinta.

“Seguro, porque es la naturaleza del sistema capitalista. Tenemos períodos recurrentes de especulación, en los que se forman burbujas especulativas, y el final siempre llega de una manera súbita y desagradable”, contestó, mientras repasaba con la mirada fotos de los presidentes Roosevelt, Truman y Kennedy, y caricaturas junto a John Maynard Keynes, su maestro.

Galbraith desconfiaba de la actuación de Alan Greenspan, titular de la Reserva Federal (1987-2006), en aquel entonces reverenciado por igual en el mundo de los negocios como por republicanos y demócratas en Washington.

El genial economista keynesiano no llegó a ver el derrumbe de Wall Street de las últimas dos semanas. Murió en 2006. Pero sí presenció cómo se gestó la burbuja durante años de crédito barato, desregulación financiera y ausencia de controles estatales.

Bancos que prestaron por encima del valor de las propiedades, a 30 años o más, sin certificar ingresos de los deudores con mala historia de pagadores, ofreciendo refinanciaciones todavía más blandas, alimentaron un boom inmobiliario que ponía a todos felices.

Bancos de inversión que tomaron esas hipotecas y las vendieron en estructuras financieras, con certificados de buena calidad de las calificadoras de riesgo, a fondos de inversión que administraban los ahorros de otros bancos, compañías de seguros y hasta de jubilados y pensionados. Mientras tanto, funcionarios de la Reserva Federal y del Tesoro aplaudían la “pujanza” de la economía y el desarrollo del mercado de capitales, sólo preocupados por monitorear los números de inflación.

No es una casualidad que la mayor crisis financiera desde el crac del 29 haya ocurrido durante la administración Bush, tal vez el gobierno –junto con el de su papá– más neoliberal y fundamentalista de mercado de la historia. Tampoco debería sorprender que ese mismo gobierno sea responsable de la intervención estatal más gigantesca en la historia del capitalismo. Ya gastó u$s285 mil millones en la nacionalización de entidades financieras (Freddie Mac, Fannie Mae, las dos mayores agencias hipotecarias y AIG, la mayor aseguradora), y está por lanzar un salvataje global, que podría costarle al Tesoro norteamericano más de un billón de dólares (u$s1.000.000.000.000, un millón de millones).

No hay ideología que valga cuando la fantasía del mercado autorregulado amenaza con derrumbar toda la economía del Imperio. Es el fin del consenso de Washington, que el FMI predicó durante décadas en los más alejados rincones del mundo. Es el fin del neoliberalismo, que reducía al Estado a la administración de la justicia y la seguridad.

Joseph Stiglitz, el premio Nobel de Economía más mediático, lo enunció sin ambigüedades: “El derrumbe de Wall Street es al fundamentalismo de mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue al comunismo. Le dice al mundo que esta forma de organización económica no resulta sustentable”, escribió.

El gran parásito. Aunque sea difícil de entender, por ahora, el Imperio no peligra. La razón es que todo el mundo lo financia, aun en el peor momento de crisis financiera. En las últimas dos semanas, los capitales que huyeron de las bolsas y países de todo el mundo se refugiaron en su gran mayoría en los bonos del Tesoro de Estados Unidos y en menor en el oro, tradicional reserva de valor.

Los papeles de deuda que emite el Estado norteamericano llegaron a pagar tasa cero –o incluso levamente negativa–, es decir que los dólares que salían de acciones y títulos de las más variadas empresas, bancos y países no buscaban rentabilidad. Sólo la seguridad de un deudor en el que nadie cree que vaya a quebrar.

¿Cómo es posible que el mundo aún confíe en un país con déficit fiscal, déficit comercial y deuda creciendo de manera explosiva para salvar a un sistema financiero que se hunde? ¿Cómo es posible que inversores, empresas, clases acomodadas y gobiernos demanden más papeles –bonos y dólares– garantizados por Estados Unidos, el Estado de una economía que es el epicentro de la crisis?

Una respuesta tal vez sea que la deuda de los Estados Unidos es considerada como el “activo de libre riesgo”, como siempre ocurre con la moneda de un Imperio político-militar indiscutido. La otra razón posible es que bajo las actuales reglas del capitalismo todavía no haya alternativas, ni siquiera para los chinos.

El stock de deuda emitido por el Tesoro norteamericano se estima en 4 billones de dólares. Las reservas del Banco Central Chino ascienden casi a 2 billones de dólares, de los cuales cerca de 1 billón están colocadas en activos nominados en dólares: bonos del Tesoro, acciones y dólares contantes. Si el gobierno chino quisiera dejar de financiar a Washingyon e invertir en deuda de otros países todas sus reservas en dólares no podría. Por ejemplo, debería comprar todos los bonos de deuda de Alemania y Francia, pero así le sobrarían reservas.

¿A quién salvar? La administración Bush estudia por estas horas el salvataje fianciero más grande de la historia. Consiste en la creación de una agencia estatal que compraría todas las deudas hipotecarias incobrables de los bancos. A cambio, el gobierno entregaría bonos del Tesoro a los bancos para sanear sus activos.

La noticia provocó ayer un fuerte rebote en las bolsas de todo el mundo, pero abre una serie de interrogantes. El primero es el monto del salvataje. El cálculo más conservador del FMI indica que los préstamos hipotecarios basura llegarían a 1 billón de dólares. Pero como el mercado total de hipotecas en Estados Unidos suma ocho billones de dólares, hay quienes dicen que la estimación se queda corta. Como sea, si el monto es correcto, como mínimo la deuda pública norteamericana aumentaría de la noche a la mañana en un 25%, algo que sólo es posible para un país –como se dijo antes– que vive gracias a los ahorros de todo el mundo.

En segundo lugar, aun suponiendo que el rescate alcance para frenar la crisis financiera, ¿será suficiente para evitar que Estados Unidos –y el mundo– entre en recesión? Nouriel Roubini, un economista de la Universidad de Nueva York que advirtió en los últimos dos años lo que se venía, cree que, para evitar una recesión, el salvataje debería enfocarse en los deudores antes que en los bancos, como sucedió hasta ahora.

Propone que el gobierno compre las hipotecas con atrasos y refinancie en mejores condiciones a las familias, reduciéndoles efectivamente la carga de la deuda. Es que el problema de fondo de las familias norteamericanas es el endeudamiento excesivo, sean hipotecas, tarjetas de crédito, prendas automotrices o préstamos al consumo en general. Y la única forma de lograr que recuperen confianza y vuelvan a consumir es aliviándoles el peso de la deuda. “No se preocupen por salvar bancos o empresas: salven a los consumidores”, es la propuesa de Roubini.

Hace diez años, a Galbraith lo obsesionaba que los responsables de las burbujas pagaran los costos: “No quiero que se evite el sufrimiento de los banqueros. En lugar de salvar a los inversores hay que salvar a la gente inocente: trabajadores, empleados públicos, granjeros”, decía.

Un tiempo que fue hermoso. Pese a que esta semana Cristina se ufanó en varios actos de que sólo la economía del Primer Mundo “se derrumba como burbujas”, el Gobierno tomó nota de que, con el nuevo contexto internacional, en el futuro ya nada será como en los últimos años.

Si la economía mundial cae en recesión, el cimbronazo se sentirá. En los últimos dos meses, el precio de la soja cayó más del 30%, pero todavía se ubica un 30% arriba del promedio de 2007. Si la cotización de las materias primas continúa en el tobogán, entonces la recaudación por retenciones se achicará y el gasto público ya no podrá crecer al 35% como hasta ahora. También habrá menos ingresos fiscales por el menor consumo y por una menor inflación, ya sea por la baja de las materias primas o por la menor demanda.

Por eso, desde el Gobierno se envió la señal de que continuará el descongelamiento de tarifas energéticas para recortar subsidios estatales. Y, silenciosamente, se frenaron obras públicas para mostrar un superávit fiscal récord en los últimos dos meses. Por el mismo motivo, el Gobierno rechazará las rebajas de impuestos que reclaman los industriales para compensar el “atraso cambiario”.

El dólar en Brasil subió 22% en 50 días, algo impensado en la Argentina. No sólo por el arrastre sobre la inflación sino también por la corrida que provocaría en los depositantes. Una baja de las commodities también significará una menor oferta de divisas en el mercado local.

La política oficial deberá esmerarse por recuperar la confianza en el peso, porque –de mantenerse la demanda de dólares de los últimos meses– las reservas del Banco Central empezarán a bajar. Será todo un desafío para el kirchnerismo administrar la escasez en el año electoral.