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Estreno de la semana: el robot del circuito virtuoso
Llegó “Wall-E”: una nueva obra maestra del cine de animación que conquista a los chicos con diversión, y a los grandes con una certera fábula sobre la sociedad actual
8 de julio de 2008
Por Sebastián Martínez

No hay con qué darle. La gente de Pixar sabe lo que hace. Pueden tener algún pequeño altibajo, puede ser que no todos sus trabajos estén a la misma altura. Pero el nivel de excelencia que mantienen a lo largo de los años sigue siendo envidia y ejemplo para el resto de la industria. Baste como prueba mencionar algunos de sus trabajos: “Toy Story”, “Monsters Inc.”, “Los increíbles”, “Bichos”, “Buscando a Nemo” y la lista sigue.

En fin, el asunto es que en 2008 Pixar desembarca en las salas con “Wall-E”. Y como sucede casi siempre, resurgen los resquemores. ¿Una película con un robot de protagonista? ¿Un filme animado casi sin estrellas en su reparto de voces? ¿Una película que es prácticamente muda en su primera mitad? Y todo indica que esta vez sí, que esta vez los creadores de Pixar desbarrancaron y que, por primera vez, los veremos defeccionar.

Pero apenas uno se sienta en la butaca y comienzan a aparecer las imágenes, no queda más remedio que rendirse ante la evidencia. Pixar lo ha hecho de nuevo. Ha creado por enésima vez una obra maestra de la animación y, si es posible, ha tomado más riesgos que nunca.

Lo primero que vemos en la pantalla (al menos aquellos que estamos en condiciones de entenderlo) es un planeta post apocalíptico. Un planeta ya sin humanos, un planeta cubierto por pilas interminables de basura, un planeta que se ha echado a perder, un planeta que fracasó agobiado por el esplendor de las grandes corporaciones. ¿A dónde se fue todo el mundo? Luego nos enteraremos que ya estamos en las postrimerías de este milenio (alrededor del año 2800) y que los humanos han debido emigrar a enormes bases espaciales, varadas en el sistema solar.

En medio de ese paisaje devastado sólo dos entes parecen tener vida. Wall-E y su mascota: una resistente cucaracha. ¿Quién o qué es Wall-E? Es un robot programado para compactar y ordenar la basura, que vive en un container lleno de nostálgica memorabilia y con un insecto por única compañía. Sus días pasan monótonos: se enciende, carga sus baterías al sol, ordena la basura, rescata para su colección aquello que le llama la atención, mirá una vieja película en su videocassetera y se apaga hasta el día siguiente.

Todo eso, por supuesto, está a punto de cambiar. Una mañana, una enorme nave espacial aterriza en sus dominios. De su interior surge una estilizada e hipermoderna robot que más adelante se dará a conocer como Eve. Más avanzada, mejor equipada, con una misión impostergable, Eve ignora a Wall-E, hasta que éste, incapaz de escapar a su influjo, se enamora. Porque, como es evidente, en este filme los robots se divierten, temen, se enamoran y se rebelan.

Ese enamoramiento llevará a Wall-E lejos de la Tierra. Hasta una descomunal nave nodriza donde los humanos aguardan desde hace siglos el regreso a la Tierra. Una mega cápsula estancada en el vacío, donde todos son obesos, todos viven alienados sin moverse de sus cómodas poltronas voladoras y no hacen mucho más que hablarle a las pantallas y engordar.

Sólo hasta aquí se puede contar sobre este filme. Lo que sí puede hacerse uno es quitarse otra vez el sombrero ante un filme que eleva la calidad de la animación no sólo en lo que hace a su faceta técnica, sino también a sus límites conceptuales. Como pocas veces antes, “Wall-E” logra en un mismo filme contar una historia simple y divertida al público infantil y, paralelamente, desgranar una filosa y profunda metáfora sobre las sociedades actuales. Después de verla, no queda más remedio que aguardar, ansiosos, a que aparezca la próxima de Pixar.