Por Sebastián Martínez
"El baile de la Victoria": promesas incumplidas
8 de septiembre de 2010
Los créditos de "El baile de la Victoria" son prometedores. Por un lado, nos anuncian que es la última película de Fernando Trueba, un director español que ha sabido tener sus aciertos e incluso sus muy buenas películas, como "Belle Epoque". En segundo término, nos dicen que el protagonista es Ricardo Darín, quien a esta altura ya se ha ganado por derecho propio el título del gran actor argentino del momento. Y, finalmente, nos ponen al escritor chileno Antonio Skármeta detrás de la historia. Es decir, al mismo que escribió "El cartero", allá por la década del 90.
Y, sin embargo, "El baile de la Victoria" no alcanza a cubir, quizás ni remotamente, las expectativas que uno pueda tener. ¿Cuáles son sus problemas? Principalmente, la afectación. Una notoria tendencia a subrayarlo todo que termina por contagiar no sólo los diálogos de los actores, sino también a los propios actores y hasta algunos planos. Si hasta algunas decisiones esencialmente técnicas sobre encuadres y volúmenes de la banda de sonido han quedado también presas de esa afectación.
La historia, que se desarrolla en el Chile de la incipiente democracia, gira en torno a dos presidiarios que salen de la cárcel el mismo día, beneficiados por una ley de amnistía. Uno (Ricardo Darín) es una leyenda del hampa local: un cincuentón que ha abierto todas las cajas fuertes que le han puesto delante y que abandona la prisión con el único objetivo de reencontrarse con su esposa (la española Adriana Gil) y su hijo, luego de cinco años. El otro (Abel Ayala) es un joven inocente y entusiasta, que ha aprendido más tras las rejas que en libertad, pero que tiene en mente un plan perfecto para apoderarse del dinero sucio de los servicios secretos pinochetistas.
Pero cuando ambos salen de la cárcel, las cosas no les salen como las tenían planeadas. Al veterano ladrón de cajas fuertes el reencuentro con su familia lo deja devastado. El joven soñador, por su parte, conoce a Victoria (la chilena Miranda Bodenhofer), una joven bailarina que ha perdido el habla desde el mismo día en que los militares asesinaron a sus padres. Cuando esas dos historias se crucen en torno a un plan delictivo, la película (mezcla de drama, policial y romance) echará a andar.
Y, si uno se lo pone a pensar, no hay nada demasiado malo en ese argumento, más allá de algunas líneas obvias del cine clásico (la relación maestro-aprendiz) y del cine latinoamericano "for export" (el abordaje convencional sobre los delitos de lesa humanidad). Pero lo que provoca que "El baile de la Victoria" termine decepcionando no es la historia, sino el tono.
Sólo el enorme Ricardo Darín (y ni siquiera durante toda la película) logra zafar gracias a su oficio y su talento del tono sentencioso que contamina toda la película. Pero el resto de los actores (algunos de ellos muy buenos actores) quedan presos de las líneas de diálogo impronunciables que ya debían quedar mal en el best seller de Skármeta (quien se da el gusto de hacer un pequeño rol como crítico de ballet), pero que dichos en voz alta en pantalla grande son muchas veces indigeribles.
Dicho todo esto, hay que hacer algunas concesiones. Este tipo de película y este tipo de tono para las películas siguen teniendo un público fiel. De hecho, "El baile de la Victoria" tuvo nueve nominaciones a los premios Goya (no ganó ninguno) y fue la elegida por los españoles para representarlos en los premios Oscar (aunque no pasó la preselección en Hollywood). Es decir: hay una sensibilidad que sigue estando bien predispuesta a aplaudir filmes de esta naturaleza. Otras miradas, en cambio, creen que se trata de un tipo de cine que confunde sensibilidad con sensiblería.