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Por Sebastián Martínez
"Shine a Light": es sólo rock and roll (y cine)
8 de abril de 2008
Al fin ha llegado la promocionada película de Martin Scorsese sobre los Rolling Stones a la Argentina. ¿Qué puede decirse? El menú es prometedor. La banda de rock and roll más longeva del planeta y uno de los directores más laureados de la cinematografía actual. El prospecto da para entusiasmarse.

Pero, ¿es para tanto? Bueno, eso depende. Para quien es fanático de los Rolling Stones, el documental de más de dos horas de duración deberá satisfacerlo. Y aquellos que son incondicionales del cineasta neoyorquino no podrán quejarse. Sin embargo, para el resto de los mortales, “Shine a Light” es simplemente un concierto de rock, bien filmado, con muchas cámaras, con una sólida performance de la banda, un interesante trabajo sobre el sonido y no mucho más.

Quizás lo más interesante de “Shine a Light” sean esos quince minutos iniciales de película, donde queda registrado el “backstage” previo al concierto y en los que puede verse al mismísimo Scorsese luchando por hacerse de una lista de temas que le permita dirigir en vivo el registro del recital.

Luego, y durante una hora y media larga, lo único que veremos es a la aplanadora más antigua del rock haciendo de las suyas sobre un escenario de Nueva York, en una de las escalas de la gira “A Bigger Bang”. Mick Jagger, Ron Wood, Keith Richards y Charlie Watts otra vez (por enésima vez) tocando esos temas que los llevaron a ser leyenda vigente. ¿Y qué más veremos quienes nos aventuremos a las salas de cine a ver “Shine a Light”?

Para empezar, veremos a Bill y Hillary Clinton haciendo campaña junto a los Stones minutos antes del concierto. Luego veremos a Jack White (el cantante de White Stripes), a Christina Aguilera y al blusero Buddy Guy compartiendo escenario con los cuatro sobrevivientes de ese huracán nacido en los años 60.

Inevitablemente, lo que nos llamará la atención será el público que se reúne en un teatro neoyorquino, cuando se anuncia un show de los Stones. Nos llamará la atención ese público tan, pero tan distinto a las masas de argentinos que supieron congregarse en el Monumental para escuchar y homenajear a estos íconos británicos del rock.

En primera fila ya no están los transpirados “rollingas” que hacen “pogo” frente a cada riff de Richards, sino tranquilos y aparentemente acaudalados estadounidenses que apenas si atinan a mover la cabeza o a aplaudir con los más populares hits de la banda. Y, entremezclados con ellos, una decena de chicas que parecen salidas de las tapas de la revista Vogue y que no durarían más de diez minutos allí si el concierto se desarrollase en algún estadio de Buenos Aires y no en un coqueto auditorio de la Costa Este de los Estados Unidos.

Pero lo que, esencialmente, veremos es lo que vemos cada vez que tenemos a los Rolling Stones delante. El impactante despliegue físico de Jagger, la indolencia carismática de Richards, la sobriedad parca de Watts y el esfuerzo de Wood por ser tan popular como el resto de la banda.

Y, de yapa, breves fragmentos documentales de la historia pasada de los Stones. Un Jagger veinteañero pronosticando con un inmenso margen de error que la banda se disolvería en un par de años. Un joven Richards confesando que lo último que hace antes de cada concierto es despertarse. Un irreconocible Watts lamentándose de su falta de talento para la pintura.

Entre esas gemas del patrimonio histórico del rock, más recital, más canciones, más Jagger saltando, más Richards fumando. Un “festival Stone”, más que apto para fans, pero algo cansador para quienes no veneran a Sus Majestades Satánicas.